De los Abruzos es Dario Cataldo, ciclista con espíritu de artista que recorre orgulloso sus carreteras guiando a Marc Soler, y si tuviera tiempo, si fueran de paseo y no compitiendo por su vida en una carrera que no tiene piedad de los que se despistan –del pobre Mohoric, el mejor bajador del pelotón, que da una vuelta de campana finalizó agarrado a una bicicleta que se rompe en cachos y acaba tendido, con conmoción cerebral–, Cataldo le señalaría, quizás, allí en la distancia, pequeños pueblos “agarrados a las laderas de las montañas grises, yermas, áridas como dispuestos sobre grandes escaleras”, como escribía Fontamara; le contaría sus tragedias, terremotos, las matanzas de poblaciones civiles por las tropas nazifascistas, de ritos paganos de pueblos antiguos como tocar campanas con los dientes o sacar a Santo Domingo en procesión con la imagen invadidas por serpientes vivas y gordas.
Y le hablaría de que la historia son ellos, la escriben entre todos, y le hablaría de esperanza, de la belleza y del placer de vivir allí, y de historias milagrosas, de cómo un pueblecito, Roccaraso, logró 70 años más tarde que Alemania indemnizara a los descendientes de los 128 habitantes a los que masacró en 1943; o de cómo otro pueblecito miserable, Rocca di Cambio, el municipio más alto de los Abruzos, 1.434 metros, logró que una etapa del Giro de 1965 terminara allí, y cómo, por encanto, al pueblo llegó la electricidad, y se asfaltó su carretera y se construyó una estación de esquí, allí, en medio de la nada, a la que llamaron Campo Felice, y allí arriba, bastantes años después llora feliz Egan, que seguramente no sabrá nada de los Abruzos, pero en los que se siente como en su casa, en su mundo, él, el niño al que llaman desde hace tiempo el Niño Maravilla de Zipaquirá, un ciclista de instinto, de inspiración, después de su ascensión maravillosa, su milagro, hasta la victoria de etapa, su primer triunfo de etapa en una grande, pues ganó el Tour del 19 con la frustración de que la etapa en la que atacó y logró el maillot amarillo no acabó nunca, se cortó en la cima del Iseran, y él nunca pudo levantar los brazos, hasta la maglia rosa, que viste por primera vez al final de la novena etapa de su primer Giro.
A Campo Felice se llega por una empinadísima senda de tierra, tierra de vía antigua y sudor, pura ficción pues es la ruta por la que se mueven los grandes vehículos que preparan las pistas de esquí en el invierno, que no está tan lejos.
Ha pasado a los fugados. Ha dejado atrás a sus rivales. A Marc Soler, el mejor de los españoles, no le va nada mal la compañía de Cataldo, pues cede solo 12s; Ciccone, el otro abruzense del pelotón, y Vlasov llegan a 7s; Remco, la pulga de blanco que ha sufrido, a 10s, y es segundo en la general, a 15s de Egan que reclama todo el poder para él pese a que, explica, no confiaba en sí mismo tanto como confiaban sus compañeros. “Han sido dos años muy difíciles desde que gané el Tour”, dice el colombiano, de 24 años. “Muy duros física y mentalmente”. Se retiró del Tour del 20 con la espalda destrozada, y el invierno de la pandemia fue duro por el recuerdo de cómo el Tour del 19, el de su victoria, no se disputó al completo. “Y fueron mis compañeros los que decidieron, mediada la etapa, que había que ir a por la fuga, que había que ir a por todo, etapa y maglia, y yo no quería poner al equipo a tope para una llegada tan explosiva, que pensaba que no me iba bien”, añade Egan, y con los hechos completa todas la palabras, deseos casi proféticos, que pronunció por la mañana, antes de salir, en la plaza del Plebiscito de Castel di Sangro. “No quiero añadir nada a lo que ya he dicho muchas veces sobre la situación en Colombia”, dijo el ciclista de Zipaquirá, quien repetidamente ha mostrado su preocupación por su pueblo y su apoyo a una salida negociada al conflicto. “Ahora quiero enfocarme solamente en darle alegrías. A mí me gustaría tener la rosa ya… Si pudiera…”
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