John Maynard Keynes, el economista más influyente del siglo XX, era una maraña de paradojas: un burócrata que se casó con una bailarina, un hombre gay cuyo mayor amor fue una mujer, un leal servidor del Imperio Británico que cargó contra el imperialismo, un pacifista que contribuyó a financiar las dos guerras mundiales, un internacionalista que ensambló la arquitectura intelectual del Estado-nación moderno, un economista que cuestionó los propios fundamentos de la economía, y finalmente un liberal que contribuyó a ensamblar el corazón de las ideas socialdemócratas.
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El libro de Carter es muy completo. Hoy a Keynes se le recuerda fundamentalmente porque fue en el campo de la economía en el que sus ideas ejercieron mayor influencia. A los estudiantes universitarios de Ciencias Económicas se les enseña sobre todo que ha instado a los gobiernos a aceptar déficits públicos en una recesión y a gastar dinero cuando el sector privado no puede ni quiere hacerlo. Ello sería tan solo un keynesianismo de brocha gorda. Su agenda económica siempre se desplegó al servicio de un proyecto social más amplio y ambicioso. Keynes fue un filósofo de la guerra y de la paz, el último de los intelectuales ilustrados que concibió la teoría política, la economía y la ética como parte de un diseño unificado.

Contaba Luis Ángel Rojo, uno de los keynesianos españoles más ilustres (Keynes, su tiempo y el nuestro, Alianza Editorial), que los participantes en el grupo de Bloomsbury eran partidarios de una nueva sociedad que debía ser libre, racional, civilizada, orientada a la verdad y a la belleza; procedían, en general, del estrato profesional e ilustrado de la clase media británica, aunque se rebelaban contra sus ideas y sus valores. No sentían el deber social, y si se interesaban por la condición de las clases inferiores, era por razones de conciencia, no de solidaridad. Aspiraban a cambiar la sociedad transformando a la clase dominante desde la libertad, la razón, la tolerancia y —muy importante— la estética.

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El keynesianismo atravesó pronto el Atlántico y se transformó en una cultura política netamente norteamericana, o al menos tan estadounidense como británica: el new deal de Roosevelt; el Plan Beveridge, antecedente del Estado de bienestar, o la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson reordenaron de modo esencial las vidas británica y americana logrando que ambas sociedades fueran más igualitarias, más democráticas y más prósperas. Joe Biden trata de proseguir ese camino. Ahora, en el siglo XXI, el mundo de la alta economía estadounidense (aquella de la que realmente dependen quienes ostentan el poder en Columna Digital) se divide de hecho en diferentes variantes del keynesianismo, independientemente de que los practicantes más conservadores de la disciplina consideren o no políticamente reconocerlo, y de que sus ideales morales y políticos ya no tengan mucho que ver en muchas ocasiones con los que apreciaba Keynes.
En las opiniones de un hombre intelectualmente tan poliédrico destaca su relación netamente crítica con el comunismo. Una de las paradojas más sobresalientes de la vida de Keynes, quizá la mayor, es que sus ideas hayan sido utilizadas como bandera económica de la izquierda socialdemócrata siendo él un liberal. Su objetivo fue siempre una especie de revolución pasiva del capitalismo, para hacerlo más eficiente. Alguien lo ha calificado como un “bombero del capitalismo”, con el fin de que funcione correctamente y no se autodestruya por sus continuos abusos e inmoralidades. Keynes, conocedor del percal, pensaba que los principales debeladores del capitalismo son los propios capitalistas.

El buen divulgador
Keynes dirigió y agitó diversas publicaciones y escribió habitualmente en los medios de comunicación. Odiaba permanecer en una torre de marfil. Quería dirigirse al ciudadano común a través de cualquier soporte, incluida la radio (en julio de 1933, Keynes y el famoso periodista estadounidense Walter Lippmann llevaron a cabo la primera emisión transatlántica de radio).
También a auditorios más selectos y de economistas. Su famoso poder de persuasión estaba vinculado a su uso del lenguaje verbal y escrito, pleno de elocuencia e ironía. Ayudó a la fusión de ‘The Nation’ (fue su propietario cuando la cabecera era ‘The Nation and Athenaeum’) con ‘New Statesman’, creando ‘New Statesman and Nation’. Se trató de un órgano independiente de la izquierda, con quien no siempre estuvo de acuerdo porque “tenía poco de ‘The Nation’ y mucho de ‘New Statesman” (en algunos momentos, a partir de 1931, la publicación manifestó crecientes simpatías hacia el comunismo soviético).