Durante mucho tiempo, todas las noches iban a su habitación a encenderle la lámpara y la apagaban cuando llegaba la hora de dormir. Bajaban los estores cuando relucía el sol de medianoche en verano y cuando la aurora boreal encendía el cielo en los meses más oscuros. Se sentaban en su cama y acariciaban su ropa en el armario mientras las estaciones cambiaban al otro lado de la ventana. En su mesa habían encontrado tres insignias. Una decía: Rojo y orgulloso. Otra: No a cualquier racismo. La tercera, el emblema de las Juventudes del Partido Laborista, unas letras blancas sobre fondo rojo: AUF.
El chico, a los 18 años, había crecido tanto que su madre tenía miedo de que fuese a topar con las paredes del ataúd. Le habían vestido con su primer traje serio, el que habían comprado juntos ese mismo verano. Lo envolvieron en la colcha azul que ella había terminado de hacer justo antes de que él se fuera de campamento. Le había pedido que le tejiera una porque se iba a ir de casa para hacer el último año de bachillerato en Tromsø, la capital del norte de Noruega. Tejer le permitía dejar correr la imaginación cuando volvía a casa después de su turno en la residencia de ancianos del pueblo… Azul, azul como el cielo, le respondió cuando ella le preguntó de qué color la quería.
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El 22 de julio de 2011 Anders Kristiansen estaba de vigilante en Utøya. “Está pasando algo raro”, dijo cuando oyó a través de la radio que acababa de llegar un policía a la isla. Fue a comprobarlo. Lo último que se le oyó gritar fue: “¡Corred! ¡No os paréis!” . Lo encontraron con otros nueve jóvenes en el Sendero de los enamorados, con el brazo alrededor de una chica de cabello largo y rizado. El undécimo del grupo, el único superviviente, contó posteriormente que, cuando oyeron que se acercaban los disparos, decidieron tumbarse y fingir que estaban muertos.
En los años transcurridos desde el atentado terrorista he seguido la vida de la familia Kristiansen para mi libro One of us (Uno de los nuestros). En él estudio al terrorista neonazi, Anders Behring Breivik, y a sus víctimas, incluido uno que se llamaba como el asesino, Anders. Pude atisbar el abismo que los que habían perdido a alguien querido tenían que soportar durante el resto de su vida. La madre de Anders, Gerd, me ha enseñado lo oscuro que era ese abismo, tan frío, tan solitario. En nuestros paseos nevados alrededor de Bardu, muy por encima del Círculo Polar, vislumbré el peor dolor que existe: el de perder a un hijo.