Sé bien que el conjunto de mis panas históricos no constituye una muestra demográfica representativa de la población venezolana que aguarda desde hace meses una vacuna.
Y en la ficha técnica de mi sondeo debería asentar además que fue hecho vía Zoom y Whatssapp entre un universo que no pasa de una treintena de compatriotas. Vaya por delante el lenguaje inclusivo: en mi muestra hay muchas más viejas que viejos.
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Es un hecho que el Gobierno de Venezuela no aporta datos confiables a las descorazonadoras cifras que, en lo que toca a la pandemia y su manejo en toda América Latina, brindan desde hace tiempo los organismos internacionales y las oenegés.
Sabemos de los 1.1 millones de casos nuevos y que nueve de los diez países del mundo con más muertes recientes en proporción a su población son latinoamericanos. La región, contando las naciones del Caribe, ya suma más de 1.200.000 fallecidos. Sabemos muchas otras cosas, casi todas ellas descorazonadoras.
Sin embargo, al leer los informes y reportajes, de ordinario muy completos, difundidos por la prensa global y las redes sociales, destaca especialmente Venezuela por la ausencia de cifras fiables de contagio y letalidad y por la inexistencia de un verdadero plan de vacunación masivo.
El no saber nada, la desaprensión de las autoridades, el sectarismo con que se ha priorizado a los jerarcas y cuadros del partido gobernante, la corrupción generalizada, el brutal mercado negro de la vacuna y la impavidez de Maduro ante el sufrimiento de nuestra gente hacen todavía más lúgubre la perspectiva venezolana.