Que levante la mano quien, conduciendo por carreteras secundarias, no haya tenido alguna una vez la sensación algo agobiante de que, con las prisas por llegar adonde fuese, se dejaba lo mejor por el camino. Sitios con buenísima pinta que no se detuvo a ver con calma, jurándose volver cuando llegase por fin esa dichosa calma…, y casi nunca cumpliéndolo.
Un poco como la vida precovid: las prisas por pura inercia, las listas interminables de cosas por hacer y por probar y por ver, la conciencia intermitente de dejarse en la cuneta muchas otras, igual de buenas o mejores. A lo mejor este segundo verano medio raro y pandémico es buen momento para arrimarse al arcén, parar el motor y echarse a andar. Basta con pillar un desvío de la autopista o salirse de las colas de embarque y los controles en el aeropuerto.
El río Mesa nace sin aspavientos en el municipio de Selas, en Guadalajara, y ya tira por despoblado, entre parameras y choperas, hasta Mochales, un estupendo sitio para echarse a andar. Por aquí el paisaje cambia de golpe; el río forma un vado y atraviesa limpísimo el pueblo, que parece salido de un dibujo de infancia. Tiene Ayuntamiento con buen reloj en la plaza, y buena iglesia y buenas casas; y sobre todo buena vega y mejores huertas que lo refrescan en pleno verano, aunque es en la primavera atrasada de por aquí cuando lucen mejor sus hileras de cerezos injertados y podados durante generaciones.
Aparece ya uno de los primeros peirones de la ruta, típicos de Aragón y las tierras de Molina: pilares de piedra que demarcaban la entrada y salida de los pueblos y orientaban a los caminantes perdidos en la nieve, coronados por hornacinas con vírgenes o santos de azulejo y cruces de hierro torcido, si es que resisten.
Castillo a la vista
Entre Mochales y Villel de Mesa la vega se ensancha un poco y desde el coche se ve venir, ya de lejos, la buena factura de su castillo roquero, rojo y memorioso hasta en el nombre: el castillo de los Funes. Se entiende pronto que este es el pueblo importante del valle, y lo confirma la noble casa-palacio de los marqueses de Villel y su elegante portalada con columnas y blasones.
La extravagancia de un añadido neomorisco es una frivolidad que curiosamente no desentona, porque le da un aire romántico y porque muy morisco es, de nuevo, el sendero fresco y sombreado que lleva, entre huertas y grandes álamos, hasta las pozas y saltos de agua del Pozo Galano, que honra su nombre y resulta fresco incluso en los días de canícula.
También tiene cascada, y buena para bañarse, Algar de Mesa, el pueblo siguiente. Es la de la Chorrera, y adorna una vega rica en manantiales: la Fuente María, el Recuenco y el Navajo Nuevo. Hay viejas ermitas y peirones; una más de las muchas Cuevas de la Mora, con leyenda incluida de huríes encantadas, que hay por toda esta tierra, y una carrasca milenaria impresionante que compensará con su sombra a quien camine hasta ella.
En el recodo más abrupto se agarra a los paredones con uñas y dientes la fábrica severa del santuario de Nuestra Señora de Jaraba, una especie de monte Athos maño y de secano, del mismo color y textura que los precipicios de los que cuelga. Es uno de tantos santuarios de leyendas visigodas anteriores a la época musulmana, con su oportuna aparición de la Virgen justo a tiempo para apuntalar la reconquista cristiana.