Buscando salidas meritorias ante la alarmante sequía de estrenos con interés, intentando ofrecer algo sabroso a la cinefilia que sigue identificando la sala oscura como el espacio natural de las películas, una audaz distribuidora reestrenó parte de la filmografía del director Wong Kar-wai, autor de una joya poética y muy triste titulada Deseando amar. Vuelven a la carga reponiendo en versiones remasterizadas y en numerosos cines de este país durante un mes ocho películas de un venerado gurú de la vanguardia y de la modernidad llamado David Lynch, alguien siempre fascinante (o eso dicen) para antiguas y renovadas legiones de cinéfilos sofisticados, autor de una obra que encuentran hipnótica y misteriosa, sensual y aterradora, dotada de una atmósfera inquietante y peculiar.
Y admito que algo tendrá el agua cuando la bendicen tantos espíritus cultivados. Pero son escasas las ocasiones en las que me he sentido envuelto por el irresistible campo magnético del cine de Lynch. En la mayoría de sus películas ignoro de qué me está hablando, no encuentro un mínimo de lógica en sus argumentos, me pierdo, me aburro, me irrito. Soy así de simple. Y sé que es un fotógrafo brillante, que puede crear imágenes poderosas y perturbadoras, pero también que aquello que pretende narrar me suena a disparate con pretensiones, a experimentalismo con claves para iniciados. Lo único que me apasiona en su forma de concebir el cine son las preciosas bandas sonoras que le compone el músico Angelo Badalamenti. Lynch también posee estilo para introducir canciones en escenarios visualizados con magia.
Su filmografía es corta. Nueve largometrajes y la serie de televisión Twin Peaks. Hace 15 años que rodó Inland Empire, su última, incomprensible y delirante película. Cuentan que dedica su trascendente existencia a la meditación. Bendito sea. Igualmente, realiza cortometrajes que se exhiben en internet. Debe de sentirse muy identificado y amoroso con las nuevas tecnologías. Yo no entiendo de eso. Seguro que me pierdo algo tan necesario como apasionante.
Es paradójico que un director críptico y retorcido, alguien que me pone habitualmente de los nervios, haya realizado dos películas que me parecen maravillosas, que me tocan el alma, que me transmiten emoción, sentimiento y ternura, que podrían llevar la firma de algunos directores que amo. Una es El hombre elefante, la brutal, trágica y compasiva historia de John Merrick, un corazón noble y luminoso detrás de una apariencia física monstruosa, explotado, humillado y torturado como una bestia de feria hasta que se cruza en su desolada existencia un médico humanista y generoso, capaz de ver a un admirable ser humano en alguien que solo ha conocido el sufrimiento extremo. En los atroces recuerdos y pesadillas del hombre elefante aparecen imágenes con el sello permanente del universo de Lynch. Pero no rompen la armonía con la narrativa clásica que este utiliza para contar la historia de aquel conmovedor marginado. Lo hace en un deslumbrante blanco y negro. Combina magistralmente el melodrama y el terror. Es una obra maestra.
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