Los fiscales y los policías también ven la televisión. Como todos. Pero, desde hace un tiempo, puede que con más atención. Porque, aparte de entretenimiento, pueden llevarse un regalo: una pista nueva para investigar. El 5 de marzo de 2020, en la primera sesión del juicio al multimillonario Robert Durst, acusado del asesinato de su amiga Susan Berman, se emitió un fragmento de The Jinx. Su detención, al fin y al cabo, se había basado en aquel “los maté a todos, por supuesto” que pronunciaba al final de la serie. Aunque, según sus letrados, la frase fue manipulada por Andrew Jarecki, creador del documental de HBO.

Era marzo de 2015 cuando The Jinx emitía su último episodio. Y cambiaba la vida de Durst. Ese mismo año Making a Murderer, emitida por Netflix, enseñó al mundo el discutible proceso que metió en la cárcel a Steven Avery y su sobrino Brendan Dassey por el asesinato de Teresa Halbach. Hubo tal revuelo que hasta el presidente Barack Obama se vio obligado a aclarar por qué no podía indultar a Avery. Desde entonces, el éxito de las llamadas series de true crime se ha disparado. Y, con él, también sus consecuencias, tan reales como los sucesos que cuentan. La justicia a veces descubre errores o indicios y retoma casos cerrados. Pero las viejas cicatrices de las víctimas también se reabren, a menudo sin que hayan dado siquiera su visto bueno.
“Los seres humanos procesamos los traumas a través de nuestro sistema nervioso. Si se queda enquistado, cuando conectas con ese momento tu cuerpo reacciona como si estuvieras sufriéndolo ahora. Yo no recomendaría exponerse de nuevo, a través de una serie, pero que sea invalidante o no depende de cómo haya sido el proceso de superación”, aclara Laura Panzano, especialista de la clínica de psicología El Prado. Tal vez por eso Mindy Pendleton y su entorno suplicaron a Netflix no seguir adelante con I Am a Killer, docuserie que narraba, entre otros, el asesinato de su hijastro Robert Mast. La plataforma, sin embargo, mantuvo sus planes, como relata un reportaje de Time. Igual que hizo con La desaparición de Madeleine McCann, aunque los padres de la niña no quisieran colaborar. O con la propia Making a Murderer, pese al comunicado de la familia de Teresa Halbach: “Nos entristece saber que individuos y corporaciones siguen creando entretenimiento y sacando provecho de nuestra pérdida”.
“Bien contadas, estas series son herramientas potentes y beneficiosas. Pero, a la vez, es peligrosísimo ir a por crímenes mediáticos sin una razón fuerte”, reflexiona Justin Webster, director del documental Seré asesinado y las series Muerte en León y Nisman: el fiscal, la presidenta y el espía. En lugar de true crime, el cineasta prefiere hablar de “narrativa de no ficción sobre temáticas de crímenes”. Y desde Netflix, cuyo catálogo rebosa de estos formatos, insisten en que solo buscan “buenas historias, lejos de cualquier pauta”. Pero lo cierto es que estos documentales se han multiplicado, al mismo ritmo al que crecía su audiencia. Tanta producción, sin embargo, despierta dudas sobre la calidad media. Y también dilemas: ¿Debe una serie sustituir a un juez? ¿Es ético atrapar al público con una tragedia ajena? ¿Dónde está el límite entre rigor y sensacionalismo?
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