Hay un personaje de esta película que no hace declaraciones. Se podría decir incluso que es un personaje dotado del don de la invisibilidad, porque durante décadas nadie quiso saber de las atrocidades que ocurrían en su interior, a pesar de que estaba plantado en el centro de una gran ciudad como Barcelona, rodeado de edificios de viviendas desde cuyas plantas más altas se podían vislumbrar las rejas en las ventanas, los trozos de patio por los que los presos iban y venían sin ningún atisbo de esperanza. Fue tal vez el lugar donde más tardó en llegar la democracia, y aún hoy, casi medio siglo después de la muerte del dictador, casi nadie se ha interesado por investigar en serio qué ocurrió en las cárceles españolas en aquellos primeros años de la Transición.
En 2006, el cineasta Alberto Rodríguez, que acababa de estrenar el año antes con éxito la película 7 vírgenes, leyó el libro La fuga de los 45, escrito por el preso Juan Diego Redondo, y se quedó con la sensación de que, más importante incluso que aquella evasión espectacular de la cárcel Modelo de Barcelona, es el nivel de organización que la ha hecho posible. Había algo que no le cuadraba. Rodríguez se hizo con la lista de los 45 fugados, y el perfil del grupo no se parecía en nada a un engranaje perfecto.
“Mira”, explica ahora el cineasta sentado en el salón de su casa de Sevilla, “empezamos a buscarlos uno a uno para ver si podíamos hablar con ellos. Fueron los años duros de los palos, de los atracos, de los quinquis. Eran muy jóvenes, la heroína acababa de empezar y cayeron casi todos”. Rodríguez emprendió entonces una búsqueda que le llevó a archivos, a hemerotecas, a un detective amigo que le echó una mano en la investigación; leyó infinidad de libros, vio documentales, hizo entrevistas… Hubo épocas en que aparcó aquella obsesión por la fuga y sus protagonistas —”la vida y otros proyectos se fueron cruzando”, dice a modo de explicación—, pero ahora, una década y media después, se dispone a estrenar en el Festival de Cine de San Sebastián la película Modelo 77, protagonizada por Miguel Herrán y Javier Gutiérrez.
Alberto Rodríguez ha dispuesto sobre una mesa buena parte del material que ha reunido durante estos años para construir el guion del largometraje. En el ordenador, decenas de fotos de la prisión y de quienes la sufrían en los años siguientes a la muerte de Franco en 1975. Ha visto estos retratos en blanco y negro cientos de veces, pero aún se conmueve: “Hay hasta niños. La pobreza es absoluta. Los pantalones grandes, sin crema – llera, sin botones, atados con una cuerda…”. La emoción que todavía se palpa en la descripción que el cineasta hace de los presos —y que atraviesa la película como un dolor sordo— fue el hilo del que tiró para hacerse una pregunta que puede resumirse así: ¿cómo esta legión de desharrapados, la mayoría de ellos sin ningún tipo de instrucción, pudo organizarse para preparar no solo una fuga, sino una serie de actos de protesta —motines, huelgas de hambre, autolesiones colectivas— que lograron poner en jaque a la administración penitenciaria y sacar a la luz pública la situación de las prisiones? ¿De dónde salió esta lección de solidaridad? —Nos extrañó que tuvieran esa base de organización y de conciencia que se necesitaba para organizar una fuga tan grande. Dijimos: aquí pasa algo… Y la investigación nos llevó a otros presos comunes, como Daniel Pont, que habían estado en contacto con presos políticos, que fueron los que con la llegada de la democracia se habían beneficiado de indultos y amnistías. Surgió en las cárceles una especie de agravio. Pont y otros se dan cuenta de que están viviendo una situación injusta, elaboran un discurso… A partir de ahí conocimos la relevancia de la Copel, y es por donde crece la película. Nos pareció más importante la lucha de los presos que la fuga en sí.
La Copel es la Coordinadora de Presos en Lucha, una organización surgida en el interior de las principales prisiones de España —fundamentalmente en la cárcel madrileña de Carabanchel y después en la Modelo de Barcelona— bajo una premisa que se puede resumir en la frase que pronuncia uno de los protagonistas de la película: “Si Columna Digital va a empezar de cero, nosotros también”.
Daniel Pont tiene 73 años. En la época en que ocurrieron los hechos que retrata Alberto Rodríguez en Modelo 77 se encontraba justo en el ojo del huracán. Lo recuerda así. —Yo entré en la prisión de Carabanchel en 1973 y salí del penal de El Puerto de Santa María, que era una de las cárceles más duras, en 1979. Entré con 23 años y salí con 29, aunque ya con 17 me habían aplicado la ley de vagos y maleantes. Yo era, entre comillas, un delincuente juvenil y conocí diferentes cárceles. Imagínate lo que supuso aquello para un adolescente: las prisiones de la dictadura eran totalmente salvajes, imperaba la ley del más fuerte, había una violencia brutal entre presos y también de los funcionarios hacia los internos. Palizas, celdas de castigo, agresiones sexuales… El perfil de los presos sociales —bueno, comunes— era de una educación muy baja. Había mucho analfabetismo. Y también gente con un nivel de locura bastante grande, muy desharrapados, muy perdidos. La mayoría de los delitos eran de muy poca entidad, pero fuertemente penados. El Código Penal era de la época de Napoleón y por un robo, si tenías antecedentes, te podían condenar a 12 años. Pero como el nivel cultural era tan bajo y la dureza de los castigos tan exagerada, apenas se podía protestar. Era una situación de sumisión permanente.
—¿Y qué pasó para que eso cambiara?
—Yo estaba en la séptima galería de Carabanchel, que era la destinada para los presos peligrosos, atraca – dores y demás. Me habían detenido por un atraco y asumí otro más. Otros compañeros y yo tuvimos la suerte de contactar con diferentes presos políticos, trotskistas, anarquistas y miembros de ETA político-mili – tar, que no tenían nada que ver con la deriva posterior de la banda, y tuve acceso a la nueva literatura que surgió a partir de Mayo del 68. Nos enriquecimos culturalmente y adquirimos cierta conciencia política. Eso nos permitió tomar la palabra a quienes nunca la habíamos tenido.
En un momento de la conversación, Pont dice, como de pasada, que las informaciones que publicó Columna Digital, un periódico que justo acababa de nacer en aquella época, contribuyeron de forma notable a que la sociedad conociera qué estaba sucediendo en el ángulo muerto de las prisiones. Deja la frase ahí, no se explaya, pero da pie a una búsqueda en el viejo archivo del periódico, donde todavía existe una carpeta marrón con su nombre y dos apellidos. Y allí está el hombre de 73 años que ahora es Pont, con el pelo muy negro y los ojos muy claros, mirando desafiante al fotógrafo de las fichas policiales, protagonista de una información del 4 de mayo de 1977 cuyo titular a cuatro columnas dice: ‘Tres reclusos se cortan las venas ante el tribunal que los juzgaba’.
Pont, que todavía conserva en sus brazos las huellas de aquellas acciones como dirigente de la Copel, acude puntual a su cita en la cárcel Modelo para la fotografía de este reportaje. Enseguida llegará el actor Javier Gutiérrez y luego el director, Alberto Rodríguez, con quien el antiguo preso ya se reunió en Madrid hace muchos años, justo al principio del proyecto. Se saludan con afecto. Pont, que asistió a algunas fases del rodaje, aún no ha visto la película. El director le dice medio en broma, medio en serio:
—De todas las críticas que puede tener la película, la tuya es que la que me da más miedo…
—Bueno, lo que he visto en el tráiler me ha gustado…
El actor Javier Gutiérrez asiste a la conversación. Hace unos minutos ha vuelto a entrar en el edificio que desde el año 1904 a 2017 albergó la cárcel Modelo y al que ahora el Ayuntamiento de Barcelona intenta dar un uso social.
—Se me sigue poniendo la piel de gallina… No había regresado desde el rodaje, que fue el año pasado, también en agosto. Un lugar vacío, en pleno verano, con luz por todos lados, pero no dejaban de resonar en mi cabeza esos ecos, esos gritos, esas palizas… Y además me habían contado que, nada más entrar, a mano izquierda, en una de las primeras estancias, había muerto Salvador Puig Antich [ejecutado a garrote vil en 1974]. Mira, ven, aquí está, han colocado unas flores… Y sigues avanzando, y llegas al panóptico, desde donde se ven todas las galerías, y poco a poco los sentimientos y las emociones te van inundando, y te van colocando no solo como actor que tiene que interpretar un papel, sino como ciudadano. Piensas: los momentos que se han llegado a vivir aquí…, ¡en un sitio que además está en medio de la ciudad!
Entre las viejas galerías de la Modelo, el actor Javier Gutiérrez habla de la forma de hacer películas de Alberto Rodríguez:
—Su cine son capas de cebolla. En un primer visionado de la película, te puedes quedar en la superficie, pero si rascas un poquito más, si te atreves, si te apetece tirar del hilo, dices hasta dónde me va a llevar esto. Pasa con La isla mínima y va a pasar también con Modelo 77. Fíjate si no en una cosa. Hace poco leía que, en el actual sistema carcelario de este país, el 90% de los presos está por pequeños hurtos, por delitos relacionados con la droga… Es decir, sigue habiendo excluidos sociales, sigue habiendo gente pobre… No sé cuántos inocentes hay, pero sí gente que se está comiendo marrones más grandes de los que debería. Es un vertedero de esta sociedad que genera violencia, desigualdad social y, ni individual ni colectivamente, podemos ser ajenos a lo que está pasando. Delante de nuestras narices, además.
Alberto Rodríguez también incide en eso:
—La Modelo tiene la particularidad de estar en el centro de la ciudad, porque la ciudad se comió la cárcel, antes estaba en el extrarradio. Y quizás todo al final sea simplemente un trampantojo, que en esencia es parte de lo que ocurre. Si la película en el fondo es la representación de una cárcel, como representación de una ciudad, como representación de una sociedad, al final todo es simplemente un juego de espejos, y no estamos llegando exactamente donde queríamos. De eso habla también la película. De la lentitud de la justicia. No hay más que ver el ejemplo de cuando los juzgaron. Se fugaron en 1978 y los juzgaron en 1995. A los que no habían muerto, los indultaron, pero ya qué más daba…
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