Revueltas en Colombia y Chile, crisis electoral en Perú, una democracia amenazada en Brasil, tensiones políticas en Ecuador y Bolivia, una economía tambaleante en Argentina y la agonía crónica de Venezuela. La situación en el continente ha dado un salto de distancia de aquella que marcó los años dorados del boom de las materias primas en la década pasada, cuando se redujo la pobreza y los PIB llegaron a crecer a ritmos de dos dígitos.
La economía carga el polvorín del descontento
Isabella Cota (México)
La época en que los países del Cono Sur vendían materias primas y recursos naturales a precios atractivos duró una década. En 2018 la clase media pasó a ser el grupo más grande en la región. Pero esto terminó. La región entera empezó a estancarse lentamente y, como resultado, vimos un fuerte descontento social a finales de 2019. La gente marcha hoy por las mismas razones que hace dos años, excepto que ahora la pobreza y la desigualdad fueron amplificadas por la crisis económica generada por la pandemia de la covid-19.
“El descontento tiene que ver con razones políticas y razones económicas”, explica Martín Rama, economista jefe para América Latina y el Caribe del Banco Mundial, “las razones económicas son probablemente que al cabo de aquella década de crecimiento fuerte y de prosperidad se generaron expectativas en muchos lugares en América Latina, de pensar ‘vamos bien encaminados, algún día podremos aspirar a ser como España, como Portugal’. Y eso, en los últimos años, se volvió claro que no”.
Además, en los últimos 10 a 15 años, aumentó el número de personas con educación terciaria, la que sigue al bachillerato. La expectativa era que tener un diploma se tradujera en mejores ingresos. “Entre programas sociales en la parte baja de la distribución y mayor oferta de gente con diplomas en la parte alta. Tuvimos una compresión importante de la desigualdad, que obviamente para los que tienen diploma puede no ser algo para alegrarse. Porque antes el diploma valía más de lo que vale ahora”, asegura Rama.
Ruido de sables en Brasil
Carla Jiménez (São Paulo)
![Opositores del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, participan en una protesta contra su Gobierno en Goiânia (Brasil) en junio de 2021.](https://imagenes.elpais.com/resizer/jtk5xLqbNsX_WX13WjxrcHyl9dI=/414x0/cloudfront-eu-central-1.images.arcpublishing.com/prisa/OADBPPMWW2MXFA6KXALITE6X3A.jpg)
Brasil vive hoy ataques a la democracia que lo ponen en la antesala de un golpe (o un autogolpe), como lo ha definido un ministro de la Suprema Corte, bajo las tensiones fomentadas por el Gobierno de Jair Bolsonaro. La preocupación sube a medida que los militares demuestran cada vez más respaldo a los avances del presidente ultraderechista sobre límites consensuados por las leyes brasileñas. El último episodio que realzó esa atmósfera fue la participación en mayo del exministro de Salud, el general Eduardo Pazuello, en un acto público en apoyo al presidente. Pazuello habló junto a Bolsonaro sin mascarillas para un grupo de electores. El gesto va en contra el reglamento del mismo Ejército, que prohíbe a militares en activo hacer manifestaciones político partidarias.
La actuación de los militares es vista con extrema preocupación por servir como ejemplo para las policías, base de apoyo de Bolsonaro, que pueden repetir el gesto de Pazuello y dejar de obedecer órdenes en los Estados en los que actúan. Las policías estaduales son militarizadas y le deben obediencia a los gobernadores. Sin embargo, el 29 de mayo, durante una protesta en Pernambuco contra el presidente, la policía atacó a los manifestantes. El gobernador del Estado, Paulo Câmara, dijo que no había dado ninguna orden de reprimir. El jefe de la policía de Pernambuco fue exonerado.
La violencia lastra a Colombia
Catalina Oquendo (Bogotá)
![Policías antidisturbios detienen a un manifestante durante una protesta en Bogotá en junio de 2021.](https://imagenes.elpais.com/resizer/c1sXuzMlT7CsBy798T9fFWLtqp8=/414x0/cloudfront-eu-central-1.images.arcpublishing.com/prisa/5S52OZAWDG5XRBBKOMWOJ43W6E.jpg)
Casi dos meses después del inicio de unas revueltas que han desafiado incluso el peor pico de la pandemia, Colombia sigue sacudida por la indignación y las protestas. Aunque el comité nacional del paro —que aglutina a centrales obreras y sindicales— decidió suspender temporalmente las movilizaciones masivas hasta julio, cientos de jóvenes siguen en las calles. No se sienten representados por esos líderes sindicales y continúan enfrentados a la Policía en ciudades como Bogotá, Medellín o Cali. En esta última, la tercera ciudad en población del país, las muertes de manifestantes y los hechos de vandalismo no se detienen. La protesta es ahora más fragmentada. Y, con las elecciones presidenciales a la vuelta de un año, la tensión es palpable.
El estallido social en Colombia no comenzó en 2021 sino en 2019, cuando el gobierno de Iván Duque, que llegó a la presidencia de la mano del derechista Álvaro Uribe, enfrentó varias semanas de marchas masivas. Caracterizadas por un espíritu festivo, se saldaron sin embargo con jóvenes con lesiones oculares y la muerte de Dilán Cruz, víctima del disparo de un agente del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad).
El descontento se exacerbó en septiembre de 2020, cuando agentes de la Policía asesinaron a un abogado —en un caso similar al de George Floyd— y, en respuesta, manifestantes quemaron pequeñas instalaciones de la Policía conocidas como CAI. La represión policial dejó 13 jóvenes muertos en la que fue considerada “la masacre de Bogotá”.