Se agradece la publicación de La música se resiste a morir (Alianza), la sustanciosa biografía de Frank Zappa (1940-1993) que firma el profesor Manuel de la Fuente Soler. Verán: mientras el nombre de Zappa es de conocimiento común, su música sigue en el limbo. Podríamos pensar que poco hemos avanzado en su comprensión: hace medio siglo, el cartel de Zappa sentado en un retrete decoraba millones de pisos más o menos francos. Frank se convirtió en icono de la contracultura cuando, en realidad, él detestaba ese movimiento y lo explicitaba en docenas de canciones. Pero, ay, ya sabemos que los objetivos de las sátiras suelen aplaudir, ignorando que el dedo del bufón les señala.
Zappa no vino al mundo para ganar amigos. Suya fue aquella lapidaria descripción de la prensa rock: “Gente que no sabe escribir, que entrevista a gente que no sabe hablar para consumo de gente que no sabe leer”. En verdad, él se consideraba un compositor de música contemporánea subvencionado por sus actividades en el rock. En ese campo demostró dominar una paleta amplísima, que iba desde el tierno doo wop de los cincuenta hasta un ríspido jazz-rock.
Ocurre, además, que Zappa era una verdadera máquina de ofender. Atacaba feroz y sistemáticamente a la industria de la música, las modas juveniles, la religión organizada, los políticos republicanos, la familia convencional. A la triada de caca, pedo, pis añadió el semen: el sexo chungo era una obsesión y, desde luego, un argumento muy vendible. Encontró un filón con las andanzas de los músicos y las groupies; llegó a grabar a un puñado de ellas, las GTOs, luego abandonadas por infringir una de las Reglas del Tío Frank (“nada de drogas”).