Cada vez más aislado, Aleksandr Lukashenko se acerca para buscar el apoyo de Vladímir Putin. Mientras Occidente se mueve para imponer más sanciones al régimen bielorruso como castigo por forzar el aterrizaje de un avión de pasajeros que sobrevolaba la pequeña ex república soviética para arrestar a un periodista disidente, el Kremlin aprovecha la oportunidad para forzar a su vecino a aceptar más integración. Este viernes, Putin ha recibido en su residencia de Sochi, en el Mar Negro, al líder autoritario bielorruso para abordar nuevas vías de cooperación económica y estrechar vínculos; una reunión simbólica que apuntala el soporte de Rusia a su incómodo vecino y que visibiliza su frente común ante Occidente, a quien tradicionalmente ambos acusan de injerencias por apoyar a opositores y culpan de espolear protestas.
Putin ha sido el sostén clave para Lukashenko desde las multitudinarias manifestaciones por la democracia y contra el fraude electoral del pasado verano, que el líder autoritario, en el poder desde 1994, ha reprimido con puño de hierro. El presidente ruso, al principio, apoyó escuetamente al bielorruso, pero cuando las manifestaciones contra Lukashenko arreciaron, Putin advirtió a la UE y a Estados Unidos, que condenaron los ataques a los derechos humanos, que no interfirieran y firmó un decisivo préstamo estatal de 1.500 millones de dólares (unos 1.300 millones de euros) para Bielorrusia y nuevos acuerdos sobre suministros de petróleo y gas. Ambos países pactaron realizar maniobras militares conjuntas casi mensuales durante un año y crear centros de entrenamiento para paracaidistas y tropas de defensa aérea. Putin se ofreció incluso a proporcionar a Minsk fuerzas de seguridad de un equipo conjunto; Rusia ya había enviado una avanzadilla de asesores de información y propagandistas para trabajar en la mermada televisión pública bielorrusa cuando los medios independientes despuntaban en la cobertura de unas protestas sin precedentes.
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