Bob Dylan llega hoy, lunes, a su octogésimo aniversario entre la adoración universal: libros, homenajes discográficos, mesas redondas, programas especiales, conciertos en su honor, incluso un Nobel de Literatura. Algo no necesariamente previsible. Verán: nadie puede negar que Dylan es responsable de haber subido las letras del pop a otro nivel; su extensa obra cuenta con un alto porcentaje de aciertos; domina los afluentes que alimentan el río de su inspiración; en el santoral de la cultura contemporánea pocos tienen su resonancia. Pero no siempre fue así. Dylan ha mantenido una relación tormentosa con sus seguidores, un antagonismo que se manifiesta tempranamente. En 1963, cuando el Comité de Emergencia para las Libertades Civiles —la flor y nata de los liberales neoyorquinos— le entrega su Premio Tom Paine, les echa a la cara su edad y su insistencia en diferenciar entre izquierdas y derechas: hasta se identifica con Lee Harvey Oswald, el asesino del presidente John F. Kennedy. Oficializa así su abandono de las poderosas “canciones que señalan con el dedo”, para saltar a una expresión más personal: del “nosotros” al “yo”, en modo torrencial.
Un salto accidentado. En 1965, parte de su público le abuchea por presentarse con un grupo eléctrico. En realidad, ese personal ignora que Dylan procede del rock & roll: ha escamoteado ese detalle en sus relatos biográficos. Aquella reacción tiene aire de algarada universitaria, una oportunidad de bajar los humos al hombre intocable. Que en realidad ya empieza a preocuparse seriamente por ser entronizado como cabecilla de la contracultura.
Aparta de mí ese cáliz, debe de pensar. Durante esos años, los líderes de la rebelión son encarcelados y, a veces, asesinados. Ocurre que las letras de Dylan parecen órdenes y consignas: de ellas saca su nombre The Weathermen, el grupo de resistencia armada. Muy inteligentemente, Dylan desaparece de la circulación, estableciendo a su familia en las montañas de Nueva York. Hay cien kilómetros de distancia entre Woodstock, el pueblo donde reside, y Bethel, el lugar donde se celebra en 1969 el célebre festival; Dylan es conspicuo por su ausencia. Son años productivos, aunque solo entenderíamos sus dimensiones con la publicación de Las cintas del sótano. Sus últimos discos de los sesenta son claras peticiones de darse de baja en lo que entonces se llama el Movimiento.
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