Sin cambio alguno en su compromiso con la seguridad de Israel, el presidente de EE UU, Joe Biden, ha contribuido con una diplomacia “intensiva y silenciosa” a apagar el primer incendio en Oriente Próximo desde que llegó a la Casa Blanca, reza el mensaje oficial. Criticado por algunos de sus correligionarios por no actuar rápidamente, y por dilatar una resolución en la ONU, la actuación entre bastidores de sus diplomáticos fue determinante, insiste el discurso, para empujar al Gobierno de Israel y Hamás al alto el fuego acordado el jueves, si bien la mediación directa correspondió a Egipto.
“Mientras los países de la región no reconozcan la existencia del Estado de Israel no habrá paz”, recordó Biden el viernes, tras haber reiterado en días previos al primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, el apoyo inquebrantable de Washington “al legítimo derecho a la seguridad y la defensa de Israel”. Poco parece haber cambiado en la política de EE UU en Oriente Próximo, resultado de décadas de inercia y statu quo proisraelí, pero sí lo ha hecho el contexto interno. La movilización, a través de protestas callejeras, de una nueva generación de judíos estadounidenses, laicos u ortodoxos, que reclaman una política equitativa y justa para con israelíes y palestinos ha colocado a Biden frente al espejo, hasta el punto de reiterar su defensa de la solución de los dos Estados como único modo de resolver el conflicto. Representantes de origen palestino, como la congresista Rashida Tlaib -punta de lanza de los demócratas críticos- o la candidata a ocupar la fiscalía de Manhattan, Tahanie Aboushi, se incorporan al establishment, mientras grupos de presión proisraelíes como J Street, con sede en Washington, abogan por un cambio radical en la diplomacia estadounidense.
Pero el resultado arroja lecturas ambivalentes, ya no es todo blanco o negro, ni buenos o malos. Por un lado, Biden no se aparta ni un milímetro de la hoja de ruta hacia Israel del Partido Demócrata, al que votan la mayoría de los judíos de EE UU; por otro, rehabilita a la Autoridad Palestina -demonizada por Donald Trump- como socio en la reconstrucción de Gaza, pero también, como prioridad, evita el avispero palestino-israelí para no detraer esfuerzos a la hora de contrarrestar la amenaza de China a su supremacía. El factor de la rapidez fue subrayado el viernes por la portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki: “La crisis de 2014 duró 51 días, con un coste de vidas mucho mayor. Esta vez se ha solucionado en 11”. Pero resolver la crisis no significa dar por concluido el conflicto, recuerdan los escépticos.
La consideración con Israel ha sido la piedra angular de esa política. Preocuparse por Israel es “esencial” para la identidad del 45% de los judíos estadounidenses, e “importante, pero no esencial” para otro 37%, según una encuesta de 2020 de Pew Research. Sin llegar a la escora de Trump, Biden asume que algunas decisiones del republicano son de difícil reversión, como la declaración de Jerusalén como capital y el traslado de su Embajada; o la política de asentamientos consagrada por Netanyahu. Porque la complicidad viene de lejos, aunque fuera Trump el que diera la cara. En 1995, el Congreso aprobó una ley que reconocía la capitalidad de Jerusalén. Biden, entonces senador, votó a favor. Durante la campaña electoral, el demócrata calificó de “miope” el traslado de la legación, pero dijo que no daría marcha atrás. Tampoco habrá cambios sobre el Golán, “clave para la seguridad israelí”, según Antony Blinken, jefe de la diplomacia de EE UU, que viajará en los próximos días a Israel. Trump había declarado la soberanía israelí sobre el enclave ocupado saltándose toda la legislación internacional. La política de asentamientos e incluso de desalojos de población palestina -uno de los detonantes de esta crisis- sigue siendo un fardo para Washington, pero tampoco se atreve a contravenir hechos consumados.
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