Eduardo, cuando naciste, el 15 de abril, tu padre, Erasmo, y tu madre, Natalha, llevaban cinco meses lejos de casa para no morir. Tu madre tuvo que dejarlo todo y seguir a tu padre con un embarazo de riesgo, arriesgando su vida y la tuya, porque la probabilidad de morir de un balazo era mayor que la de morir en el parto. Los tiempos, Eduardo, ahora son así. Hay que hacer cálculos indignos como este. Tus tres hermanos, todavía niños, tuvieron que cambiar la selva por un piso cerrado en una ciudad desconocida. Naciste lejos de tus abuelos y de tu comunidad, entre extraños, en un hospital atestado de pacientes de covid-19. Esto no es lo que me gustaría decirte, Eduardo, pero es lo que tengo que decirte, niño amazónico: Eduardo, has nacido exiliado en tu propio país.
Tengo que decírtelo —y tengo que decírtelo ahora— porque has nacido en tiempos de guerra. Las guerras por tierra siempre han sido una masacre, por la desproporción entre las fuerzas, y han marcado al país llamado Brasil desde que los colonizadores europeos lo forjaron con pólvora y virus. Y ahora también te alcanza la guerra del clima, Eduardo. Que también es una masacre, por la desproporción entre las fuerzas. Aun así, tu pueblo resiste. Tu cuerpo de niño de la Amazonia, Eduardo, es un rincón donde se encuentran estas guerras. Y por eso no tienes más remedio que luchar.
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Luchar por la selva, con la selva, siendo selva también. No es casualidad que los defensores de la Amazonia se vean obligados a escapar para sobrevivir y seguir luchando. Están ejecutando a la selva, Eduardo. Están asesinando la Amazonia, la mayor selva tropical del mundo, una maravilla que tardó millones de años en formarse, el hogar de la mayor biodiversidad del planeta, el mundo de miles de pueblos originarios con lenguas y culturas diversas. Cuando te digo que están asesinando la Amazonia, no estoy utilizando la retórica ni forzando la expresión. Hace mucho que chamanes como Davi Kopenawa y líderes como Raoni advierten que la selva se está muriendo. Más tarde, a sus voces se unieron las de científicos como Carlos Nobre y, más recientemente, las de millones de adolescentes liderados por la sueca Greta Thunberg. Ahora, Eduardo, la muerte está cerca. La selva ya agoniza.
Una selva como la Amazonia es un ser tan grandioso, Eduardo, compuesto de billones de otros seres, que incluso cuando muere rápidamente, como es el caso de la selva donde vives, para el tiempo humano parece mucho. Desde la dictadura cívico-militar, iniciada con un golpe de Estado clásico en 1964, hombres como los que amenazan la vida de tus padres han ido exterminando la selva con fuego y motosierras y envenenando sus ríos con mercurio. Parece mucho tiempo, pero como recordó el científico de la Tierra Antonio Nobre, “la selva ha sobrevivido durante más de 50 millones de años a vulcanismos, glaciaciones, meteoros, derivas continentales. Pero en menos de 50 años se ha visto amenazada por la acción humana”.
El 14 de julio, Eduardo, Nature, una de las revistas científicas más importantes del mundo, publicó un estudio coordinado por investigadores del Instituto Nacional de Estudios Espaciales de Brasil, que muestra que, entre 2010 y 2018, la parte oriental de la Amazonia, donde vive y lucha su comunidad, empezó a emitir más CO2, un gas de efecto invernadero, del que es capaz de absorber. ¿Sabes qué significa eso, Eduardo? Significa que la selva ya está dejando de ser selva. Significa, Eduardo, que la Amazonia empieza a dejar de ser solución para convertirse en problema. Un problema de proporciones amazónicas en un mundo en que el planeta se sobrecalienta rápidamente.