En Italia se les consideraba terroristas. En Francia, ciudadanos anónimos con existencias anodinas. Su país de origen les requería por actos de terrorismo durante los años de plomo en los que, entre finales de los sesenta y principios de los ochenta, bandas de extrema izquierda y de ultraderecha dejaron 362 muertos.
Había una disonancia entre ambos socios y vecinos de la Unión Europea con ideas opuestas sobre las responsabilidades penales y las deudas con la justicia de un grupo de personas. En los ochenta, el entonces presidente francés, François Mitterrand, estableció que Francia no extraditaría a quienes hubiesen renunciado a las armas. Otra versión de la llamada doctrina Mitterrand precisaba que, además, estas personas no deberían haber cometido crímenes de sangre.
La anomalía terminó el pasado 28 de abril. El actual presidente, Emmanuel Macron, de acuerdo con el primer ministro italiano, Mario Draghi, autorizó ese día el inicio del procedimiento de extradición a Italia de 10 de los cerca de 350 italianos que hace cuatro décadas se instalaron en Francia, miembros de las Brigadas Rojas y otros grupos.
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La decisión cierra un contencioso diplomático entre París y Roma. Y pone bajo los focos, de nuevo, a una comunidad de antiguos terroristas –ellos se describen como revolucionarios, o militantes, o exiliados– reintegrados desde hace tiempo en la vida civil y residentes legales en Francia, y algunos, ya jubilados o cerca de la jubilación, o enfermos de gravedad.
“Todos están perfectamente integrados. ¡Todos!”, dice Irène Terrel, abogada de siete de los diez italianos requeridos por su país de origen. “Estas personas tienen familias, familias francesas, hijos franceses, nietos franceses”.
Terrel explica que, entre los italianos que pueden ser extraditados para cumplir las condenas en Italia, figuran una educadora que se ocupa de niños con discapacidad y un empleado en un pequeño restaurante italiano. “Está muy enfermo”, dice de otro de sus clientes, “y tiene un hígado trasplantado”. Se refiere a Giorgio Pietrostefani, de 78 años y condenado en Italia a 14 años de prisión por el asesinato del comisario Luigi Calabresi en 1972.
Mario Calabresi tenía dos años cuando asesinaron a su padre. Hoy es un periodista de renombre –dirigió La Stampa y La Repubblica– y autor de Spingendo la notte più in là (Empujando más allá de la noche), un libro sobre la historia de su familia y de otras víctimas del terrorismo de los setenta.

“Fue muy grave que Francia no respetase las sentencias de los tribunales italianos”, dice Calabresi por teléfono. “Hablamos de un grupo de personas condenadas por crímenes de sangre. El hecho de que Francia los acogiese, que fuesen totalmente libres, era una herida entre Italia y Francia. Reconocer ahora estas sentencias italianas cierra esta herida”.
El periodista añade: “Si usted me pregunta por mi sentimiento personal, le diré que ya no nos interesa que un hombre de 78 años que está muy enfermo vaya a prisión. Esto no es importante para nosotros. Es demasiado tarde, ha pasado tiempo. Pero creo que es realmente importante que los exterroristas admitan sus culpas, que expliquen lo que hicieron, que digan todo lo que saben”.
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