En el patio de la casa de Carmen Carcelén (Ibarra, Ecuador, 1971) se apilan sillas blancas de plástico, colchones y se escucha, al fondo, una tele de plasma encendida, que retransmite una serie de dibujos animados. De una de esas paredes, de cemento repellado, cuelgan las nueve reglas de la Casa de Acogida Juncal, en la que se puede leer: “Sea agradecido, esta casa es de una familia que deseo (sic) abrir las puertas para recibirlo a usted”.
Esta vendedora de fruta y verdura en Ipiales, una ciudad colombiana cercana a la frontera con Ecuador, lleva cuatro años dedicada, sin descanso ni ayuda económica, a ser el refugio de todos los venezolanos que huyen de su país y que pasan por El Juncal, una localidad de apenas 2.500 habitantes, situada al norte de Ecuador, en Imbabura, la región fronteriza con Colombia. “Nunca pensamos que mi casa se convertiría en un albergue, pensábamos solamente en ayudarlos a ellos”, explica Carmen cuando recuerda la tarde en la que empezó todo. Ella y su marido, después de un día de mercado, se encontraron con 11 muchachos, uno de ellos desmayado, que les rogaban “y se tiraban a su carro” para pedirles un plato de comida. Fueron los primeros de 10.000 venezolanos, según el Alto Comisionado para el Refugiado (Acnur), a los que Carcelén ha dado refugio en su casa y de manera gratuita desde 2017. Estos migrantes, en su mayoría, huyen de Venezuela caminando para llegar a Perú o Chile, o para quedarse en Ecuador.
“He tenido que regresar a mi propio pasado para entender por qué hago todo esto”, explica Carcelén emocionada, sentada en su salón, al que se llega cruzando la cocina industrial, ubicada en la primera planta de una casa de tres pisos, que ha acondicionado para dar de comer a todo el que aparece con hambre. Cuando apenas tenía 10 años, su padre, un mayorista adinerado, pero con serios problemas con el alcohol, le tiró su ropa a la carretera y la echó de casa. Ya antes, desde los cinco, le había dejado marcada con varias cicatrices en su cuerpo, que señala en su brazo y en su garganta, mientras hace memoria de esos días. Decidió que no volvería y que buscaría la casa de su hermano caminando. “Y dormí en la calle, en un parque, porque era muy niña y no encontré bien la dirección. Nadie me ayudó y por eso siempre estoy retrocediendo en el tiempo y hago lo que la gente no hizo por mí. Esa es mi lógica”, reflexiona.
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