En un patio de cemento gris vallado, Selene no se separa de su hija. La pequeña ríe mientras su madre le hace cosquillas en la panza y corre a su alrededor con un vestido de princesa. Su hija Carla cumplirá tres años pronto y tendrá que dársela a un familiar para que continúe creciendo lejos de los muros de la prisión. Selene y sus compañeras solicitan que se les dé más tiempo de visita con sus hijos.
En el Centro de reinserción femenil Escobedo hay 431 mujeres reclusas. En total hay 18 que han sido madres cuando estaban en la cárcel. Los pequeños retoños vestidos de vivos colores que se prenden a sus pantalones o las miran desde los carritos de bebés.
Las mujeres representan de media el 8,4% de la población penitenciaria en América Latina. El porcentaje varía según, pero la mayoría de ellas se encuentran en prisión preventiva o condenadas por delitos menores. Muchas están por delitos relacionados con drogas de bajo nivel que tienen un alto riesgo de captura, y en el caso de Escobedo, muchas de ellas ni siquiera tienen una sentencia todavía.
El Poder Judicial de México puede retrasarse hasta 12 años en emitir un fallo definitivo.
Alcaraz detalla que la mayoría de las mujeres del centro que dirige están por robo, posesión o tráfico de drogas o incluso homicidio. “Muchas se metieron en el narcotráfico por sus parejas, que las vinculaban de alguna forma en sus negocios y acababan los dos encarcelados en Topo Chico. Otras asesinaron a sus agresores tras hartarse de una vida de continuos abusos”, añade. Las reclusas de Escobedo temen que sus hijos perpetren el círculo de violencia en el que ellas vivían. Por ello entre sus peticiones destacan la necesidad de programas de prevención de adicciones y educación sexual para adolescentes, así como apoyo económico para pagar la escuela y que sus hijos no la abandonen.
En el caso de Magali, que fue madre en hasta tres ocasiones estando en Topo Chico, su preocupación es otra. En noviembre recibió una llamada de sus sobrinas, las que están cuidando del primer hijo que tuvo en la cárcel y con las que apenas tiene relación. Le comunicaron que el pequeño había relatado que su abuelo —el padre de Magali, quien lo visita esporádicamente— había abusado de él. Sin embargo, las sobrinas temen denunciarle por ser una persona peligrosa y con contactos con el crimen organizado. Las marcas en los brazos de Magali evidencian una pérdida drástica de peso en consecuencia de su angustia y las lágrimas que intenta contener mientras habla se rebasan cuando habla de su padre. “Él ya abusaba de mí cuando era pequeña y, ahora que le está pasando lo mismo a mi hijo, estoy aquí dentro. No puedo hacer nada”, lamenta.
Selene y Magali recuerdan el momento en que las detuvieron. Fue delante de sus hijos, quienes las acompañaban en la calle mientras hacían algún recado. “No tuvieron ninguna consideración con ellos, vieron como nos pegaban y nos tiraban al suelo. Yo los escuchaba llorar mientras me subían al carro”, recuerdan. Las reclusas piden que haya más sensibilidad y capacitación del personal policial y penitenciario para que sus hijos no tengan que ser testigos de esa violencia y se tenga cuidado a la hora de registrarlos cuando van a visitarlas. Dentro de la cárcel, plantean la creación de más programas de actividades recreativas para las familias “con mejores espacios para cuando me visitan, que tengamos un lugar donde convivir, y jugar con nuestros hijos”.