Hasta ahora, el éxito en la lucha contra la pandemia ha dependido básicamente del seguimiento de las normas de protección. El hecho de que el virus fuera una amenaza que se expandía a través del contacto con los demás, nos igualaba a todos frente al riesgo. En el discurso público se impuso el principio de la solidaridad y el deber de protección de los más vulnerables.
Pero ahora, con la llegada de las vacunas, ese paradigma se ha quebrado. Ya no vamos todos en el mismo barco. La incapacidad de articular un mecanismo que garantice una mayor producción y un reparto equitativo de las vacunas se ha convertido en un nuevo factor de desigualdad, una nueva brecha que incide tanto en el derecho a la salud como en las perspectivas económicas. Aquellos países que no tengan acceso a las vacunas sufrirán más tiempo y con mayor intensidad las secuelas de la pandemia.
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Los países pobres no pueden comprar vacunas y muchos ni siquiera pueden hacer frente a los costes de distribución de las que reciban a través de Covax, una iniciativa tutelada por la OMS para canalizar vacunas a los países sin recursos. Según cálculos de CARE, una organización humanitaria que trabaja en más de cien países, por cada dólar invertido en una vacuna hay que gastar cinco en la complicada logística necesaria para inocularla a toda la población.
Es ya muy evidente que la actual capacidad productiva no va a cubrir las necesidades. La Universidad Duke estima que se necesitarán 11.000 millones de vacunas para inmunizar al 70% de la población mundial pero Covax ni siquiera puede garantizar los 2.000 millones de dosis que había de repartir en 2021. La situación es muy inestable. La Fundación Gates había donado 300 millones de dólares al Serum Institute de la India para que fabricara vacunas de Astra-Zeneca para los países pobres, pero buena parte de la producción la ha retenido India para vacunar a su propia población tras el brutal rebrote de hace un mes.