Imagine que vive en un país cuyo principal socio comercial lleva cinco años en caída libre. Imagine que la nación más poderosa del mundo, con la que había logrado una tregua tras décadas de tensiones, vuelve a restringir el envío de dinero y turistas. Imagine ahora que una pandemia reduce aún más las remesas y cierra sus fronteras al turismo, dos de las tres principales fuentes de divisas del país. Y, por último, imagine que a diferencia de otros países, el suyo no puede acudir a los mercados financieros para suavizar el golpe.
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Cuando nadie te da crédito —Cuba incumplió en 2020 el segundo pago de intereses por los 30 millones de euros que debe a los acreedores del Club de París—, una caída en las fuentes de ingresos implica casi automáticamente una caída del consumo. A menos, claro, que dentro del país haya margen para mejoras que aumenten la producción local. De ahí que a todos esos cambios fuera de la isla haya que sumarle el gigantesco “reordenamiento” de la economía que el Gobierno cubano llevaba retrasando desde 2006, cuando Raúl Castro asumió la presidencia.
Retirada paulatina de subsidios a empresas estatales y servicios públicos, fin de la doble moneda, y más espacio para el cuentapropismo, como se llama en la isla a la actividad privada. A muy grandes rasgos, así podrían resumirse los tres pilares con que los mandatarios locales están tratando de levantar, a base de mejoras en la oferta, un rompeolas que enfrente el temporal. Como dice el economista Ricardo Torres, del Centro de Estudios de la Economía Cubana en La Habana, “a diferencia de España, donde el mercado está dominado por el consumidor, en Cuba las empresas saben que todo lo que producen se va a vender”. En mercados oligopólicos y monopólicos las empresas sobreviven aunque se incurra en grandes ineficiencias. Por eso, Torres entiende la necesidad de reformular las empresas estatales para hacerlas verdaderamente autónomas, con menos subvenciones, pero también menos intervención, donde las autoridades no puedan “llevarse el dinero cada vez que lo necesitan para otra cosa”. “Si el Gobierno quisiera actuar en serio tendría que aceptar que va a tener un sector de empresas estatales mucho menor“, dice Torres, y dar paso a las mejoras en eficiencia que puede producir la llegada de competencia privada.
Uno de los problemas es que antes hay que pasar por el mal trago de una inflación impulsada por el nuevo precio de los artículos que venden las empresas estatales (obligadas a encarecerlos por la retirada de subsidios); por la subida salarial decretada el 1 de enero; y por las nuevas tarifas de los servicios públicos, donde el apoyo estatal también se redujo.
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