“¿Verdad que el rugby es un deporte de equipo? Pues hagan el favor de salir ahí fuera y darle el balón a Jonah Lomu”. La frase, una de las más elocuentes (y paradójicas) exaltaciones del juego colectivo que se recuerdan, se pronunció al parecer minutos antes de la final de la Copa del Mundo de rugby de 1995 que enfrentaba a Nueva Zelanda y Australia. Se atribuye al seleccionador neozelandés, Laurie Mains, o a alguno de sus asistentes, aunque hay quien dice que en realidad era el mensaje de un joven aficionado que se leyó en voz alta para motivar a los jugadores.
Esa sencilla lección resulta también válida, aunque con matices, en el fútbol, uno de los deportes más complejos y corales que se practican ahora mismo en el mundo. Incluso Andrés Iniesta y Xavi Hernández, dos virtuosos del juego asociativo, entendieron que en el FC Barcelona de Josep Guardiola (entre 2008 y 2012) la receta del éxito pasaba muy a menudo por darle el balón a Lionel Messi, y algo parecido viene ocurriendo desde que el fútbol es fútbol en equipos que han tenido la suerte de contar con versos sueltos con capacidad para ofrecer prestaciones sobrehumanas, como el Brasil de Pelé o la Argentina de Diego Armando Maradona. A talentos de ese calibre no se les hacen preguntas ni se les plantean exigencias. Se les da el balón asumiendo con humilde pragmatismo que son ellos los que tienen todas las respuestas.
Odiar la excelencia
Neymar, huelga decirlo, es un jugador controvertido, que despierta admiración y asombro, pero también antipatía y rechazo. Sus derrotas son celebradas en ocasiones con fervor militante por aficionados neutrales, como si fuesen victorias de una manera noble, pura y genuina de entender el deporte. En la constelación de héroes y villanos del fútbol moderno, a él le ha tocado el papel de antagonista (casi) universal, despreciado incluso por una parte de la hinchada de ese París Saint Germain al que se mudó en 2017.

Ya en septiembre de 2010, en un artículo para Sports Illustrated, Vickery afirmaba que la decisión de Neymar de quedarse en Brasil rechazando una oferta millonaria del Chelsea, la primera de las grandes escuadras europeas que se interesó por sus servicios, fue “una buena decisión para el jugador, pero tal vez no para el Santos”. Neymar tenía por entonces 18 primaveras y se había convertido en jugador fetiche tanto de su club como de una liga brasileña que no se resignaba del todo a su rol de gran potencia exportadora. Para retenerlo, el Santos se vio forzado a renunciar a un traspaso millonario y a hacerle una oferta de renovación fuera de mercado, ni siquiera del todo amortizable con el dinero de los patrocinadores que estuvieron dispuestos a asociarse a la operación.
Vickery ya afirmaba por entonces que “Neymar tal vez actúe con prudencia al postergar un par de años su inevitable salto a las grandes ligas europeas. Después de todo, en su club ha encontrado un entorno propicio para seguir creciendo deportivamente y aún le quedan objetivos de envergadura, como ganar la Copa Libertadores. El problema es hasta qué punto al Santos le interesa contribuir pasivamente a la divinización prematura de un jugador que con 18 años se ha convertido ya en un pequeño tirano narcisista”.
Uno de los más grandes
En los ocho años transcurridos desde entonces, Neymar ha confirmado más allá de cualquier duda razonable el enorme potencial que se le intuía en su etapa brasileña. Es difícil discutir que se trata ahora mismo de uno de los cuatro o cinco jugadores más desequilibrantes y mejor dotados del mundo. Sus estadísticas individuales, sus títulos y su peso en el juego de sus equipos le avalan. Sin embargo, no ha ganado aún el Balón de Oro (y, a sus 29 años, tampoco parece un candidato obvio a conseguirlo a corto plazo), no tuvo el impacto esperado con su selección en los mundiales de Brasil y Rusia y no se ha consolidado como el heredero obvio de unos Messi y Cristiano Ronaldo que parecen asomarse ya al declive de sus carreras.

La respuesta no es sencilla. “En primer lugar”, argumenta Ronay, “está su omnipresencia en campañas publicitarias, algo que para muchos aficionados le convierte más en un producto de consumo que en un deportista genuino, comprometido con su carrera y con los supuestos valores del fútbol entendido como una pasión tribal que da sentido a la vida”. Otras razones tienen que ver con “su tendencia a la simulación, su falta aparente de deportividad, su carácter en ocasiones jactancioso y pendenciero dentro de la cancha, su supuesta pereza…”. Sobre este último punto, Ronay matiza que “Neymar transmite la sensación de tener una carrera decepcionante, de haber echado a perder un talento inmenso por falta de profesionalidad, compromiso y actitud”. Esa es la opinión que se han formado muchos aficionados y poco importa que “sus estadísticas de rendimiento deportivo resulten notables cuando no impecables, a la altura de los mejores”.

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