El suicidio de la periodista Irene Polo a la edad de 32 años, había marcado de oscuridad y conmemoración una trayectoria profesional fulgurante y brillantísima. Con 17 años escribió los primeros textos periodísticos, a sus 20 ya era una firma habitual de las cabeceras principales catalanas.
El suicidio de la periodista Irene Polo a la edad de 32 años había teñido de oscuridad y conmiseración una trayectoria profesional fulgurante y brillantísima. Cuando en 2004 las investigadoras Glòria Santa-Maria y Pilar Tur publican una primera antología de artículos y crónicas (La fascinación del periodismo), lanzan a la palestra un nombre indispensable del periodismo catalán. Autodidacta, atrevida, amante de pisar calle y de furetear todos los rincones, en años extremos como los treinta y 62 años después de su muerte teníamos al alcance unos artículos que destacaban por la contundencia irónica y expresiva. Seguramente el tabú de la muerte por suicidio y el exilio habían añadido paletadas de olvido y silencio.
Ahora, en Los años americanos de Irene Polo , las investigadoras iluminan su última etapa. La tesis está clara: demostrar que la periodista —lesbiana— no se suicidó por el amor no correspondido con Margarita Xirgu, que es lo que corrió durante décadas como un juego del teléfono desagradable. Por eso se sirven de material hasta ahora no publicado y de una trazuda reconstrucción, a partir de testigos orales y otros rastros documentales, de los seis años, entre 1936 y 1942, que Polo estuvo en el continente americano.
Tengamos en la cabeza la precocidad de Irene Polo y la rapidez con la que quema etapas. Nacida en 1909, con 17 años escribe los primeros textos periodísticos y cuando pasa la veintena es ya una firma habitual de las principales cabeceras catalanas. En una carrera acelerada de seis años, se convierte en una figura periodística de primer orden, en la yema del huevo de la soñada sociedad de los años treinta.
¿Qué ocurre a partir de 1936? Hasta ahora se sabía que, con sólo 26 años, se había enrolado en la compañía de Margarida Xirgu para su gira americana, para realizar las funciones de secretaria (funciones amplias, como se detalla en un posfacio generoso), que la llevó por México, Cuba, Colombia, Argentina, Perú, Chile y Uruguay, durante tres años. En este período entra en contacto con círculos intelectuales de Argentina y da una conferencia sobre Joan Salvat-Papasseit en el Casal Català de Buenos Aires. En la conferencia, recogida también en el volumen junto a un artículo sobre el icono Xirgu y sobre su amigo pintor Miquel Villà, se reconoce el mismo espíritu juguetón, vivo y despierto, que gastaba en los artículos.
Es un tono que se repite en parte de las 17 cartas que envía a Villà, que permiten recorrer los dos años finales de su vida. Con la disolución de la compañía de la Xirgu, Polo hace traducciones y entra a trabajar en las perfumerías Dana, para un empresario catalán con el que traba buena relación. Está contenta del trabajo. El afán de salir adelante y de colocar cuadros del amigo pintor —también exiliado— tiñen unas cartas en las que a partir de 1941 aparece el desánimo y el malestar, un estado depresivo del que ella es la primera sorpresa. Se trata médicamente, pero se lo traga. Se mezcla la enorme inquietud por el avance de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y la sensación inexorable de “un cambio de era”. Entre las cartas se cuela un nombre enigmático, el de Judith, que las investigadoras desentrañan: una diplomática mexicana con la que vivió pero que la acabará dejando y marchando a Nueva York.
Polo hace traducciones y entra a trabajar en las perfumerías Dana, para un empresario catalán con el que traba buena relación. Está contenta del trabajo. El afán de salir adelante y de colocar cuadros del amigo pintor —también exiliado— tiñen unas cartas en las que a partir de 1941 aparece el desánimo y el malestar, un estado depresivo del que ella es la primera sorpresa. Se trata médicamente, pero se lo traga. Se mezcla la enorme inquietud por el avance de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y la sensación inexorable de “un cambio de era”. Entre las cartas se cuela un nombre enigmático, el de Judith, que las investigadoras desentrasan: una diplomática mexicana con la que vivió pero que la acabará dejando y marchando a Nueva York. Polo hace traducciones y entra a trabajar en las perfumerías Dana, para un empresario catalán con el que traba buena relación. Está contenta del trabajo.
El afán de salir adelante y de colocar cuadros del amigo pintor —también exiliado— tiñen unas cartas en las que a partir de 1941 aparece el desánimo y el malestar, un estado depresivo del que ella es la primera sorpresa. Se trata médicamente, pero se lo traga. Se mezcla la enorme inquietud por el avance de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y la sensación inexorable de “un cambio de era”. Entre las cartas se cuela un nombre enigmático, el de Judith, que las investigadoras desentrañan: una diplomática mexicana con la que vivió pero que la acabará dejando y marchando a Nueva York. El afán de salir adelante y de colocar cuadros del amigo pintor —también exiliado— tiñen unas cartas en las que a partir de 1941 aparece el desánimo y el malestar, un estado depresivo del que ella es la primera sorpresa. Se trata médicamente, pero se lo traga. Se mezcla la enorme inquietud por el avance de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y la sensación inexorable de “un cambio de era”. Entre las cartas se cuela un nombre enigmático, el de Judith, que las investigadoras desentrasan: una diplomática mexicana con la que vivió pero que la acabará dejando y marchando a Nueva York. El afán de salir adelante y de colocar cuadros del amigo pintor —también exiliado— tiñen unas cartas en las que a partir de 1941 aparece el desánimo y el malestar, un estado depresivo del que ella es la primera sorpresa. Se trata médicamente, pero se lo traga. Se mezcla la enorme inquietud por el avance de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y la sensación inexorable de “un cambio de era”. Entre las cartas se cuela un nombre enigmático, el de Judith, que las investigadoras desentrañan: una diplomática mexicana con la que vivió pero que la acabará dejando y marchando a Nueva York. Se mezcla la enorme inquietud por el avance de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y la sensación inexorable de “un cambio de era”. Entre las cartas se cuela un nombre enigmático, el de Judith, que las investigadoras desentrañan: una diplomática mexicana con la que vivió pero que la acabará dejando y marchando a Nueva York. Se mezcla la enorme inquietud por el avance de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y la sensación inexorable de “un cambio de era”. Entre las cartas se cuela un nombre enigmático, el de Judith, que las investigadoras desentrasan: una diplomática mexicana con la que vivió pero que la acabará dejando y marchando a Nueva York.
El 21 de abril de 1941 Irene Polo escribe: “Tal y como va la guerra, la nazificación de América hasta el canal de Panamá o inmediaciones es un juego de pocas tablas”. Y pronostica que “la guerra no tardará ni un año en trasladarse a este continente”. Antes de un año, se suicida. En la penúltima carta a Villà, el 23 de febrero de 1942, le dice: “Esta América, para vivir en ella, es matadora. […] Ya has visto que el pobre Zweig se ha matado con la mujer en Brasil, también harto de América, seguramente. […] Guilla, créeme. Yo guillaría, también de buena gana, si estuviera sola”. El libro pone en contexto un cóctel de razones depresivas, la angustia derivada de unos años que también se tragaron a Virginia Woolf . Sin embargo, el tabú del suicidio aún mancha la mirada sobre la trayectoria de la escritora y de la periodista. Y en cambio, al escritor le encumbra como un intelectual preocupado por su tiempo —ya nos entendemos—. Nada más leerla, se entiende que la fuerza de Irene Polo va mucho más allá de cómo murió.
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