El pasado 8 de abril se produjo uno de aquellos acontecimientos locales que tienen repercusión global, porque remueven placas tectónicas muy profundas. Ese día, los trabajadores de la planta estadounidense de Amazon en Bessemer, Alabama, decidieron en votación que prefieren no afiliarse a ningún sindicato. Según el corresponsal de The Guardian, Michael Sainato, “optaron por aferrarse a sus empleos líquidos” renunciando de manera explícita a la protección que un marco de relaciones laborales más sólido podía proporcionarles.
Ni siquiera la intervención del presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, que grabó un vídeo insistiendo en lo obvio (que la opción de “organizarse en defensa de sus intereses” es un derecho que no puede negarse a ningún trabajador), sirvió para convencerles de lo contrario. Stuart Applebaum, líder del sindicato que aspiraba a representarlos, opina que los trabajadores no pudieron decidir con libertad, porque fueron víctimas de una campaña de “mentiras, extorsiones, manipulaciones y amenazas” por parte de la empresa.
Amazon, a su vez, ha argumentado que los de Bessemer son empleados de cualificación media baja a los que se paga alrededor del doble del salario mínimo y que disfrutan de un “generoso” seguro médico. Además, en caso de conflicto, siempre pueden acudir al departamento de recursos humanos de la planta con la seguridad de que serán escuchados.
Nada nuevo bajo el sol. En un esquema que se viene repitiendo desde hace décadas, los representantes sindicales acusan a la empresa de extorsionar a sus empleados y esta se atribuye el papel de padre benigno y protector, algo que ya hacían un siglo atrás pioneros de la gran industria estadounidense como John D. Rockefeller. Lo que sí ha cambiado es el contexto. Amazon es una de las principales compañías transnacionales de éxito asociadas a la nueva economía de servicios y plataformas tecnológicas. En los últimos años, se ha convertido en la empresa que mayor número de puestos de trabajo crea en los Estados Unidos tras la cadena de grandes almacenes Walmart. Su fundador y director ejecutivo, Jeff Bezos, ya ha dicho en alguna ocasión que empleo “digno” no es necesariamente sinónimo de empleo en condiciones compatibles con el marco tradicional de relaciones laborales, que él considera obsoleto.
La nueva economía esgrime su carácter innovador y disruptivo y se resiste a ser juzgada según los parámetros de la vieja. De ahí que los partidarios de una desregulación a ultranza de los mercados laborales esgriman conceptos fetiche como gig economy o economía de eventos, una expresión rescatada de la jerga de los conciertos musicales (gig podría traducirse como bolo). La teoría es que los empleos regulados y estables por cuenta ajena (el trabajo sólido tal y como lo conocemos) serán sustituidos a medio plazo por tareas informales y esporádicas en obras o proyectos muy concretos, lo que Sainato llama “empleo líquido”.
Ese es el trabajo que nos espera, el nuevo paradigma de relaciones laborales en que estamos inmersos o vamos a estarlo pronto. Ni siquiera los trabajadores de la planta de Bessemer se sustraen a esa lógica. Acuden a la fábrica a diario para realizar tareas mecánicas en horarios regulares y Amazon es el único empleador para la mayoría de ellos, pero no por eso dejan de ser eventuales sometidos a un proceso de rotación de plantillas casi continuo. Sus rutinas recuerdan en gran medida a las de la vieja economía industrial, pero el grado de solidez de sus empleos resulta ínfimo.
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