Las noches del pasado 9 y 10 de septiembre de 2020, al menos 10 personas murieron en las protestas que siguieron al homicidio de Javier Ordóñez a manos de la Policía en Bogotá. Al mismo tiempo, no menos de 22 edificios de Comandos de Acción Inmediata (CAIs, pequeños edificios de barrio situados habitualmente en parques) de la misma Policía fueron incendiados. Presuntamente, la mayoría de las muertes se produjeron a manos de disparos con armas de fuego policiales. El pasado 4 de mayo casi se repite la historia. 16 CAIs vandalizados, una respuesta desproporcionada, decenas de heridos (varios de ellos policías, en particular unos patrulleros rasos que se encontraban en el interior de un CAI mientras lo incendiaban desde fuera); y casi milagrosamente ningún muerto en una espiral de violencia que empieza a ser recurrente. Para entender su dinámica y buscar una salida es imprescindible salir de la lógica de diálogo sordo entre élites políticas de distinto signo.
Porque en esta ocasión la espiral se produjo en el marco de un paro nacional que tiene a buena parte de la Colombia urbana movilizada desde el pasado 28 de abril. Con una crisis social y de seguridad particularmente intensa en Cali que ha alertado al resto de ciudades. Por eso, lo sucedido en Bogotá mereció esta vez mucha más atención: con lo que pasó entre el 9 y 10 de septiembre ni siquiera es fácil reconstruir un relato hilvanado. Ahora, enseguida salieron voces condenando la situación, en un abanico que iba desde los “condeno, pero no podemos equiparar la violencia ciudadana con la ejercida por el Estado”, hasta los “condeno y acuso a los convocantes del paro de lo que pueda pasarle a la fuerza pública”, pasando por los equidistantes “condeno: así no se protesta, toda vida es sagrada”. Lo que llamaba la atención es que todas ellas asumían una vinculación más o menos estrecha entre la situación en Bogotá y la vanguardia dela huelga general: estudiantes, gremios semi-organizados de distintos sectores, y políticos electos del ala izquierda del espectro (alguno de ellos incluso llamó a la “movilización pacífica” como “única vía”). Pero vale la pena cuestionar la fortaleza de dicha conexión.
Los segmentos de la protesta
En la semana y media que lleva activo el paro se ha repetido un patrón: durante el día, protestas que empiezan y terminan de manera más o menos pacífica. Al caer la noche, la violencia se destapa. Lo primero que llama la atención es que el perfil de las protestas es distinto en cada momento. Y es que podemos entender el paro como la confluencia de tres ríos de movilización en una sola corriente que no se une, sino que mantiene caminos separados. A la vanguardia están los estudiantes, con un foco poco definido pero ambicioso en reformas de orden social y garantías para la protesta en relación a la policía. Cerca se encuentran gremios y sindicatos más o menos organizados, con objetivos mucho más concretos (“no a la reforma de la salud”, “que nos bajen los peajes”, “no a las plataformas tipo Uber”, etcétera) pero una presencia y capacidad de movilización más estrecha entre la sociedad. Y más allá se encuentra el torrente de jóvenes que se activa en barrios y ciudades periféricas, segregadas social, urbanística y económicamente.
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