Nunca unos Juegos se vieron abocados a la sensación fantasmagórica que destilan los que hoy se inauguran en Tokio con un año de retraso, sin público en los estadios ni turistas en la ciudad. Ni la pandemia ha podido del todo con la cita por excelencia del deporte. No han faltado las voces contrarias al evento —un 70% de la población japonesa en contra, según los sondeos, en un país de 126 millones de habitantes en el que solo el 21% ha recibido la vacunación completa—.
Tampoco han faltado patrocinadores en retirada, caso de Toyota. Pese a las mareas en contra, el Gobierno nipón y el COI han seguido adelante con un proyecto presupuestado en 13.430 millones de euros. El organismo olímpico se garantiza un cobro aproximado de 3.000 millones, mientras que Japón estima pérdidas de 800. Cifra que se dispararía en caso de cancelación al tener que asumir las penalizaciones correspondientes. “Hemos dudado cada día”, ha llegado a decir estos días el alemán Thomas Bach, presidente del COI.
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Los desvelos fueron a más cuando Tokio primero prohibió la entrada de visitantes extranjeros y más tarde vetó incluso a los espectadores locales, una decisión durísima pero prudente en términos sanitarios. Los Juegos nunca vistos. Si bien todas las disciplinas ya lo han padecido desde el estallido de la pandemia en 2020, causa desolación la perspectiva de unos Juegos sin el motor emocional del público, sin pasión en las gradas. Cuesta imaginar el desfile inaugural con el hormigón al aire.
¿Y qué será del campeón a solas en el podio? ¿Y las vueltas olímpicas al estadio? Los deportistas son conscientes del vacío y ya son muchos los que han proclamado su singular hoja de ruta: llegar cuanto antes, participar cuanto antes e irse cuanto antes. Y no solo por el desencanto de competir sin el impagable sustento del público, sino por las infinitas trabas derivadas de la pandemia. Controles y más controles en una villa olímpica convertida en una tediosa y engorrosa burbuja para más de 11.000 deportistas, todos a expensas de que un positivo no les obligue a renunciar al sueño olímpico, para muchos el de una vida entera.
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Los prolegómenos han estado marcados por problemas. El jefe del comité organizador salió del cargo por afirmaciones machistas; el de la ceremonia inaugural, al aflorar viejos comentarios suyos, inaceptables, sobre el Holocausto; ha habido protestas de deportistas por las dificultades en conciliar con sus bebés. El desarrollo futuro es un desafío colosal para el Gobierno de Japón. Una nueva ola vírica a causa del evento olímpico le supondría un golpe de impensables consecuencias.
Empiezan, pues, los Juegos. Serán unos “telejuegos”, y enfatizarán cada día la célebre alegoría de Mario Benedetti: “Un estadio vacío es el esqueleto de una multitud”. Será triste, pero dentro del esqueleto estarán ellos: los atletas. Aun en esas condiciones, podrán inspirar y emocionar a grandes masas —pequeños y mayores— con sus gestas, con sus valores de abnegación, compañerismo, juego leal. Ojalá la habilidad de los deportistas y la luz de la llama olímpica logren compensar un poco a un mundo apesadumbrado y oscuro.