Youssef (nombre ficticio para proteger su identidad) observa desde la cuesta que lleva al polígono del Tarajal, en Ceuta, el espectáculo del despliegue militar español en la frontera con Marruecos. Solo un día antes, él fue protagonista de la escena. Él también llegó cruzando a nado la frontera. “Tengo un problema”, clama, “yo tengo mis papeles, pero ahora he entrado (de manera) irregular”. El joven marroquí ha vivido en Ceuta durante más de 20 años. El 12 de marzo de 2020, un día antes de que Marruecos decretase el cierre fronterizo con Ceuta y Melilla, viajó a la vecina Fnideq, la antigua Castillejos, a siete kilómetros de la ciudad autónoma, y se quedó atrapado más de un año.
Ceuta, una ciudad de unos 85.000 habitantes y 14 kilómetros cuadrados, ha vivido dos jornadas sin precedentes en la historia de las relaciones fronterizas. Más de 8.000 personas han accedido a la ciudad, a nado o a pie, sorteando las rocas, a través de los espigones de Benzú, al norte, y del Tarajal, al sur, como consecuencia del pulso diplomático que ha echado Rabat a Madrid. Sus historias evidencian los efectos de la ruptura en unas relaciones transfronterizas de las que dependían las dos regiones a cada lado de la valla. Youssef es un ejemplo. “No podía volver de otro modo”, reconoce, “lo intenté, pero pedían demasiado dinero por los billetes”. Este lunes fue su oportunidad, se echó a nadar y regresó a casa. “¿Con la cita para renovar la tarjeta de residencia me dejarán viajar a la Península?”, pregunta.
Francisco, ceutí orgulloso, se jacta de haber “contratado” a dos chavales recién llegados en el éxodo de las últimas 48 horas. “Se me acercaron para pedir trabajo y vi en sus ojos que tenía que contratarlos”, cuenta mientras observa a los jóvenes manejar los hierros que conformarán la estructura de su negocio de secado de pescado. Amir, de 25 años, es uno de ellos. No es de la vecina Fnideq ni de la barriada de Benyounes, pegada a la valla de Benzú. Llegó a Ceuta desde Tetuán, a 40 kilómetros, tras cruzar a nado la playa del Tarajal. “Quería trabajo”, chapurrea.
“No es solo la gente de Castillejos (o Fnideq)”, espeta Samira, marroquí de 35 años, “vienen de Tánger, de Tetuán, de todos lados; es la marcha negra” (en alusión a la Marcha Verde, invasión organizada por Hasan II en 1975 sobre el Sáhara español). La mujer cruzó a nado la tarde del lunes acompañada de su hijo Ilias, de 15 años, y junto a un grupo “donde murió una mujer”, detalla. Un día después, recuerda con congoja algunas de las escenas de aquella corta pero angustiosa travesía: “Había un hombre con su bebé de dos meses atado a la espalda”. Su excusa es otro cabo suelto del cierre fronterizo que ha afectado al empleo y la economía tanto en Ceuta como en Fnideq. Cobraba 400 euros al mes como trabajadora del hogar en la ciudad autónoma. Ahora, sobrevive con lo que su empleadora le manda “un mes sí y otro no”. Cuando se le pregunta por su marido, que se ha quedado con las dos hijas de 20 y 6 años, responde con una mueca. “La gente en Marruecos no tiene nada, no hace nada”, se disgusta.
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