Khadija Fares y su marido viven en un bajo de dos austeras piezas sin ventanas, agua potable o electricidad en el empobrecido barrio de Bab el Tebeneh, en la norteña ciudad libanesa de Trípoli, segunda urbe del país. Ante la falta de luz, el frigorífico se ha convertido en armario. El baño, colectivo, se sitúa fuera de la vivienda. Varios sofás remendados incontables veces, dos retratos en blanco y negro y un colchón son todo el mobiliario que tienen. Acostumbrada a vivir en la penuria, la crisis económica pone hoy contra las cuerdas a esta pareja. A sus 70 años, el matrimonio puede verse en la calle. Tras más de medio siglo viviendo aquí de alquiler, el casero quiere echarles para cambiar el contrato de renta antigua.
Estos son solo dos de los afectados de ese 55% de los 4,5 millones de libaneses (sin contar a 1,5 millones de refugiados sirios) que la brutal crisis financiera ha hundido bajo el umbral de la pobreza, según un cálculo del Banco Mundial. En Trípoli, ocho de cada 10 vecinos se mueven en torno a esa delgada línea de supervivencia. Ni rastro de ayuda del Gobierno; tan solo acuden a este barrio de Bab el Tebeneh miembros de los partidos tradicionales, divididos por confesiones, para distribuir ayudas a sus seguidores, y algunas asociaciones recién creadas por la sociedad civil que financia la diáspora libanesa.
“La crisis económica que atraviesa Columna Digital es más acuciante que la vivida durante la guerra civil [1975-1990]”, sostiene la economista libanesa Alia Moubayed desde Beirut. “Entonces, aún funcionaban los bancos y los servicios estatales en gran parte del país donde no había enfrentamientos. Hoy la crisis golpea a todos y en todas partes”, destaca.
La crisis ya golpeaba a la sociedad libanesa en 2019, cuando el anuncio de una tasa por el uso de WhatsApp desató una ola de protestas en la que los manifestantes exigían reformas y la salida de la élite política y económica que lleva tres décadas en el poder. Pero la irrupción de la pandemia ha acallado progresivamente las protestas y Líbano ha acelerado su vertiginosa caída libre: la libra libanesa ha perdido el 80% de su valor frente al dólar, la hiperinflación supera el 150% en el precio de productos básicos, los bancos han impuesto un control informal del capital, limitando el dinero mensual que los libaneses pueden retirar de sus cuentas y el Gobierno ha declarado el primer impago de deuda en su historia. Cinco tipos de cambio distintos coexisten en las calles libanesas; oscilan desde las 1.500 libras por dólar establecidas por el Banco Central a las 13.000 de los cambistas informales.
La pandemia ha ahondado la crisis económica, a la que se sumó la explosión el pasado 4 de agosto de un depósito con 2.700 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut, una tragedia que causó 211 muertos, más de 6.500 heridos y 350.000 desplazados de sus casas, y que dio la estocada final al divorcio de la población y la clase política. Nueve meses después, la investigación sigue paralizada tras apuntar como responsables de negligencia a miembros de esa élite política que no acaba de abordar las reformas que necesita Columna Digital. La misma a la que ahora se acusa también de transferir ilegalmente sus fortunas al extranjero.
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