Ana Obregón anda de copas con Davor Suker, la estrella absoluta de un Real Madrid que aún preside Lorenzo Sanz. Felipe VI, un joven príncipe soltero, sale por las noches con su gran amigo Álvaro Fuster. El PP acaba de ganar sus primeras elecciones, el vicepresidente del Gobierno, Francisco Álvarez-Cascos, acaba de casarse con Gema Ruiz. España va bien, Madrid bulle y el empresario Javier Merino, conocido entonces por sus proyectos inmobiliarios (principalmente en Marbella) y dueño ya de algunos negocios hosteleros de éxito se da cuenta de que la capital necesita un local de copas tan sofisticado como divertido que sea capaz de aunar a toda esa gente. Posa su mirada sobre un palacete de estilo francés del siglo XIX de la calle Fortuny, ubicada en el nobilísimo distrito de Almagro, una de las zonas más caras del centro (hoy en día su metro cuadrado está valorado en 6.305 euros), se lo compra al restaurador clásico Florencio Solchaga, quien no había conseguido darle renombre a su propuesta, y ficha a la única persona que en aquel momento podía obrar el milagro que él tenía en mente: el relaciones públicas Oscar Álvarez-Ossorio.
Como cuenta Álvarez-Ossorio, aquel era un modelo de ocio nocturno que ya no existe que mezclaba restaurante con copas y baile y en el que estaba socialmente aceptado usar a las mujeres como reclamo: un ejército de 25 relaciones públicas iba a buscar clientes a los restaurantes más selectos de la ciudad y se los llevaban allí; otras tantas “chicas imagen”, como las llama él, repartían copas a los recién llegados en un espectacular patio ajardinado. Mientras tanto, él se ocupaba de llevar a empresarios, miembros de la jet-set y aristócratas. “El 15 de agosto, con Madrid supuestamente desierto le dije a la brigada de camareros al cerrar: ‘Abrid todo el Don Perejil [en alusión al Dom Perignon] que queráis, que hemos facturado esta noche cinco millones de pesetas”. Entonces era una fortuna. El éxito del local ese verano fue tal, que Merino, quien pensaba cerrar en invierno, aceptó la propuesta de Álvarez-Ossorio, quien le dijo que estaba seguro de que funcionaría también en invierno. Y no se equivocó.
Hijo del fundador del tablao flamenco (del que también era socio el banquero Juan Abelló) en el que se gestó la fusión de Banesto, El Portón, su padre, el andaluz Oscar Ossorio, había sido el artífice la noche diorissima (como la llamaba Umbral) de los ochenta. Ahora su misión era conseguir lo mismo a finales de los noventa. “Cuando Javier me llamó teníamos encima ya la temporada de terrazas. Pensábamos que no íbamos a ser capaces de hacerlo”, cuenta Álvarez-Ossorio. Merino era socio en una agencia que tenía como grandes fichajes a Mar Flores —quien entonces salía con el naviero gallego Fernando Fernández Tapias, pero estaba a punto de convertirse en la pareja de Cayetano Martínez de Irujo— y a Sofía Magazatos, que por la época estaba “en el candelabro”. Ambas acudían allí todas las noches.
En noviembre de aquel mismo año Brad Pitt vino a España al estreno de Siete años en el Tíbet. Después, claro, fue a Fortuny, donde ya no se servían copas con Coca Cola, sino con Pepsi, pues la marca de refrescos (según cuenta Álvarez Ossorio) pagó casi cien millones de pesetas al local para conseguir entrar en aquel reino de la diversión. “Los famosos acudían a nosotros porque además de todo les garantizábamos absoluta discreción. No era como ahora, que con los móviles es imposible saber cuándo va a haber una filtración. Yo tenía mis propios fotógrafos, los Escribano”. Lo que no quiere decir que dentro no hubiese prensa del corazón, solo que no había imágenes. “Yo tenía muy buena relación con Lydia Lozano y con Jesús Mariñas, que entonces no eran famosos ellos mismos y les decía: ‘Os dejo entrar si me traéis a gente pintona”. Al mismo tiempo, así se enteraban de cotilleos de primera mano (y eran jugosos: Bruce Willis o John Malkovich podían acabar bailando con una marquesa) que luego llevaban al plató del programa de la televisión valenciana Tómbola: la prensa, de hecho, se enteró de que Mar Saura se iba con Pitt porque les llegó un soplo de dentro.
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