En tiempos de encierro y hartazgo, bien pudieran servir de lenitivo las ideas de un par de amigos que tuvieron que afrontar guerras y plagas. Hablamos de Montaigne y La Boétie, que nacieron, vivieron y murieron en uno de los territorios más bucólicos y placenteros de Francia: el valle del río Dordoña, conocido como Périgord. Un pequeño país de colinas dulces, cubiertas de viñas y châteaux que muchas veces son fincas agrícolas, no verdaderos castillos. Tierra intensa, empapada de vino, historias asombrosas y destellos de modernidad que brindan actualidad a ese corredor feraz al este de Burdeos.
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En uno de esos castillos levantados con las rentas del vino nació Michel de Montaigne en 1533. Se metió en política y, al rondar la treintena, coincidió en el Parlamento de Burdeos con Étienne de La Boétie, que era un par de años mayor que él. Montaigne estaba deseando conocerle, porque aquel joven apuesto había escrito, con solo 18 años, un opúsculo extraordinario de apenas 20 páginas que circulaba en copias manuscritas: el Discurso de la servidumbre voluntaria.
Un alegato sobre la libertad que para algunos es precursor de El contrato social de Rousseau, de la desobediencia civil y de la resistencia no violenta, a lo Gandhi. La amistad entre ambos jóvenes, descrita por Montaigne como “perfecta”, duró cuatro años. Acabó cuando Étienne, con solo 33 años, murió por la peste en brazos de Michel.
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La torre, dentro del recinto amurallado, tiene capilla en la planta baja; en las superiores están la biblioteca, un gabinete de trabajo y el dormitorio. En las vigas del estudio Montaigne hizo pintar aforismos que algunos consideran tuits avant la lettre. La torre se conserva tal cual, pero el castillo ardió y fue rehecho en el siglo XIX. Aunque es privado, se puede visitar, igual que la torre. A la salida del pueblo hay una villa galo-romana, Montcaret, con mosaicos rudimentarios. La carretera sigue en paralelo al cauce del Dordoña, que servía para transportar en gabarras el vino de la zona.