Samira, Jasmine y Aiman juegan con unos cartones y unos rotuladores a bordo de un barco enorme al que subieron hace unos días. “¡Le grand bateau! ¡Le grand bateau!”, dicen. Las niñas hablan francés, el niño árabe, pero se han convertido en camaradas de juegos y comparten galletas a bordo del Geo Barents. Se trata de un barco que nada tiene que ver con el bote de madera en el que navegaban hacinados en brazos de sus madres y más de un centenar de desconocidos antes que el equipo de rescate de Médicos Sin Fronteras (MSF) los encontrara a la deriva en el mar.
“Ahora están contentos, pero lloraban mucho”, comentaba hace unos días en voz baja desde una esquina de la cubierta destinada a las mujeres y los niños la nigeriana Grace, que iba en la misma embarcación. “Era muy estresante”, decía susurrando, pero con una sonrisa al verlos ir de un lado a otro aseguraba: “Están contentos, yo también, contenta de estar aquí”. La cubierta por donde correteaban los tres amigos está vacía ahora. En cuestión de horas, el silencio ha invadido el buque de salvamento, tras el desembarco en la isla de Sicilia (Italia) de los 410 migrantes rescatados en el Mediterráneo central. Sus historias permanecerán para siempre.
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Unos zuecos de goma de color rosa han quedado en medio de la cubierta donde Grace, de 25 años, ha compartido espacio con una compatriota a la que conoció durante la travesía, Osas, de 21 años. Por primera vez desde hacía tiempo decían sentirse a salvo. Aunque no se conocían su historia es parecida. “Alguien” llevó a Grace de Nigeria a Libia. -¿Un familiar? “No sé, alguien”-. Estuvo dos años trabajando en una casa donde la maltrataban. Dice que se escapó y no da más detalles. “Libia no es bueno”, señala mientras baja la mirada antes de que Osas tome la palabra. “Yo igual, estuve un año y tres meses”, dice. También escapó. No da detalles ni de cómo llegó de Nigeria al país magrebí, ni de cómo acabó en un bote en el mar.
No tienen amigos, ni familia en Europa. Tampoco tienen contacto con sus familias en Nigeria. No saben qué futuro les espera, pero cualquier cosa antes que volver. A Osas le gusta cocinar, esa sería una opción de trabajo o quizá en una peluquería, pues también es habilidosa peinando, dice mientras señala las trenzas en las que tiene recogido el pelo. “¿En Italia hablan inglés?”, pregunta.
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La cuerda con ropa que atravesaba de lado a lado el espacio ha desaparecido. Junto al lavabo está el trozo de jabón para lavar a mano. En el suelo, quizá con las prisas, alguien ha dejado un zumo a la mitad y un paquete de galletas abierto. En la pared están todavía los dibujos con tizas de colores que han pintado estos días los pequeños. Los adolescentes han dejado mensajes en francés y árabe recordando sus países. “¡Costa de Marfil la mejor!”.
En el piso de abajo, ese silencio se hace aún más patente. La cubierta de los hombres ha quedado totalmente despejada. El ruido de los motores y el bullicio ha desaparecido. Parece más profunda. Al recorrerla es imposible no acordarse de quienes ocupaban cada espacio. El Geo Barents rescató en apenas dos días a 410 personas, la mayoría varones, que se fueron agrupando instintivamente por nacionalidad. El idioma, la cultura y la religión también tuvieron su peso. Sus experiencias son muy diferentes, pero todos sus caminos en algún momento se han cruzado en el lugar al que no quieren ser devueltos: Libia.
Al fondo, en la parte abierta al mar se instalaron los sirios, el grupo más numeroso. Los bangladesíes en dos grupos entre las columnas centrales y las duchas. Ahí estaba Amdad, que ha sido clave con su ayuda en las traducciones. Etíopes y eritreos, en un lateral, cerca de unos tubos donde podían colgar la ropa. En ese mismo espacio hicieron una celebración cristiana con imágenes de la virgen, en la que partieron las galletas incluidas en la ración de alimentos en pequeños pedazos para la comunión.