No hay nada más hermoso en la ciencia que el momento eureka, ese momento en el que se encuentra la interpretación de unos resultados, la fórmula o el modelo que explica un fenómeno, y de repente todo cobra sentido. Para llegar a esos resultados la ciencia sigue un método, que podría simplificarse en que se realiza una observación, se formula una hipótesis que trate de explicar esa observación, se realizan unos experimentos y, si los experimentos confirman esa hipótesis, se formulan leyes, ecuaciones, fórmulas o modelos, y si no, se desecha la hipótesis inicial y se busca otra. Lo mejor de todo es que una vez establecidas las leyes y descrito cómo funciona el fenómeno, esas mismas leyes nos permiten hacer predicciones. Por ejemplo, gracias a la mecánica de Newton y a las leyes de Kepler pudimos predecir la existencia del planeta Neptuno antes de ser descubierto. Y en ciencia no hay nada más hermoso que un experimento confirme una predicción experimental.
Uno de los descubrimientos que siguen las pautas marcadas por el método científico es el de los agujeros negros. En 1789, el clérigo y geólogo John Michell envió una carta a la Royal Society en la que, basándose en las leyes de Newton, predecía la existencia de objetos tan densos que ni siquiera la luz pudiera escapar de ellos, y de hecho calculaba que un cuerpo con una densidad 500 veces superior a la del Sol atraparía toda la luz y, por tanto, sería invisible. El astrónomo francés Pierre-Simon Laplace, una década después, llegó a una intuición similar. En 1915, Einstein publica la teoría de la relatividad general que explica cómo funciona la gravedad. Esta teoría la lee el físico Karl Schwarzschild, que mientras estaba en las trincheras participando en la Primera Guerra Mundial descubrió que en el marco de esas ecuaciones existía la posibilidad de producir acumulaciones de masa que produjeran una gravedad tan alta que nada pudiera escapar de ellas, ni siquiera la luz. Sin embargo, durante mucho tiempo se pensó que no era más que una curiosidad matemática, y no una realidad física.
No hay nada mejor que decir que algo es imposible que exista, pero que es matemáticamente posible, para picar la curiosidad de muchos científicos. En 1930, Subrahmanyan Chandrasekhar demostró que, a partir de una determinada masa, llamada masa crítica, se podría producir un colapso debido a la gravedad y que ninguna fuerza sería capaz de contrarrestarlo. Se le puso un nombre con poco gancho, “estrella con un colapso gravitatorio completo”, aunque coexistía con otros nombres como estrella oscura, singularidad esférica o estrella congelada, esta última denominación utilizada por los astrónomos de la Unión Soviética. En 1969, durante una reunión de cosmólogos en Nueva York, John Wheeler acuñó el nombre de agujero negro. Aunque no está clara cuál fue la inspiración parece hacer referencia al “agujero negro de Calcuta”, un calabozo en el que los hindúes mantuvieron retenidos a los prisioneros británicos en condiciones de hacinamiento en 1756, lo que provocó la muerte de muchos de ellos.
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