La tarde en que murió mi abuela, fue la misma en la que la vi por primera vez en veinte años. Tras doce horas de vuelo, había llegado a Boston con ese gusto amargo en la boca que nos deja la ansiedad. Desde nuestra última conversación telefónica sabía que todo lo dicho por esa voz tierna y afónica había sido una despedida anticipada. Ese jueves de agosto, me dirigía hacia el inevitable adiós.
Mi abuela emigró a los Estados Unidos en el 98 y se fue de este mundo sin haber obtenido un documento regular para vivir en él. Nunca pudo volver a Colombia porque, de haberlo hecho, habría tenido que dejar atrás una vida —clandestina, sencilla y bonita— que incluía a sus nietos nacidos allí. Su diagnóstico de un cáncer avanzado e incurable se deslizó, a pesar de que el consultorio médico que la veía, saturado de inmigrantes en situación irregular, hubiera descartado erróneamente que sus síntomas eran el preámbulo de una enfermedad. No fue su muerte lo que me angustió, sino todas las situaciones que en esas dos décadas de experiencia migrante habrá tenido que vivir.
Unos meses después de su fallecimiento, me radiqué en España junto a mi esposa, que huyó del régimen venezolano a sus 18 años, justo al terminar su primer año de universidad. Su familia, asfixiada por las represalias políticas, se exilió en Panamá, desde donde ella y tres de sus cuatro hermanos han emigrado a otros territorios. Son un retrato familiar recortado por las circunstancias, historias dispares unidas por la sangre y la infancia.
A veces hablamos de lo que extraña. La gente, los paisajes, la orquesta Guaco y las gaitas. Ese contexto irrepetible e irremplazable que nos hace sentir que tenemos un lugar en el mundo. Ella me recuerda que, a veces, emigrar es una diéresis sobre la inmensa soledad que llevamos por dentro. Y aunque sueña, lucha y resiste, aunque hoy es nacional española, un residual de ese sentimiento permanece y se acentúa cuando experimenta los prejuicios de un mercado laboral excluyente, tímido ante la diversidad y ciertamente precarizado. Es una mujer talentosa a la que le han propuesto “trabajar gratis” para “obtener contactos”. A quien el paternalismo profesional que vivimos los extranjeros le niega sus experiencias y credenciales. Hemos vivido juntos el desempleo prolongado, las virtudes y desengaños del emprendimiento, y también la alegría de abrir una ventana cuando todas las puertas han sido cerradas.
Con ella hemos traído al mundo a nuestra primera hija, que fue apátrida en los tres primeros meses de su vida, esos mismos que los expertos describen como esenciales para crear la sensación de que “el mundo es seguro”. Hace poco pensé en eso y en todos los niños que viven en ese limbo, por culpa de un diseño jurídico incomprensible que todavía percibe la migración como una conjura.
Lo cierto es que antes de ser española, nuestra hija será siempre —y a pesar de todo— la heredera de nuestros acentos, de esas costumbres ajenas, de la otredad que nos define y con la que nos delimitan a quienes venimos de afuera.
Tendría que aprovechar la oportunidad para escribir algo que encaje en los márgenes del Día Internacional del Migrante, como el potencial demográfico y económico que representa la movilidad humana para un Estado como España, donde desde 2015 los nacidos en Columna Digital caen en términos interanuales y el crecimiento demográfico se sostiene exclusivamente por el incremento de extranjeros. Y donde un 11% de sus autónomos son inmigrantes, cifra que no para de crecer. Debería plantear ese debate pendiente de la necesidad de impulsar cambios sistémicos para que la reciente reforma a la Ley de extranjería tenga un impacto verdadero, o, mejor todavía, de la inaplazable participación política de nuestras voces para que esas normas no se queden en planteamientos economicistas y utilitarios. Pero habría que abordar también por qué, en un país donde el 11,6% de la población empadronada viene de otros lugares del mundo, solo tres de los 350 diputados del Congreso son de origen extranjero.
Sin embargo, he querido obviar esas cuestiones por una vez, y ofrecer unas palabras en bruto, como un pequeño tributo a todos los migrantes que, como mi abuela, viven con el temor de ser perseguidos por la ley; que, como mi esposa, han transitado la frustración de ser invisibles para otros; y que, como mi hija, escriben las primeras páginas de sus historias junto al horrible concepto de la apatridia.
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