El embarazo fue saludable. Isemene Henriqueta Quintino acudía a sus consultas prenatales y todo iba bien hasta que empezó a sangrar prematuramente. “Me mandaron a casa, pero volví al día siguiente”. Ya era tarde: su hija había sufrido tal falta de oxígeno que nació con parálisis cerebral. La joven madre, de 23 años, sabía que algo malo le pasaba a su niña, aunque nadie le explicaba exactamente qué. “Sufrió tres paradas y la tuvieron que reanimar. Yo estaba sola”. Un mes después les dieron el alta y regresaron a casa. Allí empezó otro calvario. “Lloraba mucho, día y noche. Y mi abuela y mi tía empezaron a decir que era una irã y me echaron”.
Los llaman irã, que en la lengua criolla de Guinea Bisáu quiere decir espíritu o demonio. Es el único nombre que reciben muchos de los niños que nacen con alguna discapacidad o trastorno, desde parálisis cerebral hasta epilepsia, o que simplemente parecen tenerlos. Los mayores de algunas etnias animistas cuentan que no son humanos y que tienen que volver al lugar del que proceden, el más allá. O que hay que deshacerse de ellos porque son capaces de actos perversos de brujería. Así justifican el infanticidio selectivo.
A Quintino intentaron convencerla de que hiciese la ceremonia. “Querían que la matase”, dice la madre sin paliativos. El ritual consiste en llevar al bebé junto al mar. Se prepara una bola de harina de arroz o huevo y, si se lanza a por ella, se resuelve que es un espíritu maligno y hay que abandonarlo allí para que se lo lleven los suyos, que lo arrastren las olas y regrese al más allá. A veces, también les encierran en una habitación sin ventanas ni luz durante una semana. Si fallece, consideran que no era un ser humano y ha vuelto al lugar del que procede.
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“Son crímenes que se practican de forma oculta para no quedarse con los niños con deficiencias”, advierte Khady Florence Dabo, presidenta del Instituto de la Mujer y la Infancia del país. En Guinea Bisáu hay un 4,5% de pequeños entre dos y cuatro años con algún tipo de discapacidad, la mayoría con “disfunción en el comportamiento” y casi cero con problemas para ver, oír, andar o descoordinación motora. En adultos, el porcentaje baja a 1% de los hombres y 2,7% de las mujeres con “alguna dificultad funcional”, en términos de la Encuesta de Indicadores Múltiples (MICS) publicada en 2020. Muy por debajo de la media global: en el mundo, un 15% de la población vive con alguna discapacidad.
En Guinea Bisáu, en la posición 175 de 186 en el Índice de Desarrollo Humano de la ONU, sobrevivir al infanticidio camuflado de tradición va, a menudo, seguido de una existencia sin identidad, escondidos y ocultados. “Hay mucho estigma por la creencia de que una persona con discapacidad no es un ser humano. Se producen conflictos familiares porque se acusan de tener la culpa”, afirma Ana Muscuta Turé, presidenta del Consejo Nacional de Mujeres con Discapacidad. “Y cuando no los matan, no les dan nombre, ni les registran. En la práctica, no estudian. Nada. Para las mujeres es peor, porque además son violadas y, si tienen hijos, están abocadas a la mendicidad”, denuncia.
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