Lo que sorprende en Javier Camarena (Xalapa-Enríquez, México, 1976) no son sus récords, sus bises, esos dos de pecho que pareciera sacarse del bolsillo. Tampoco que se lo rifen en las órbitas galácticas del mundo de la ópera: del Metropolitan neoyorquino al Covent Garden londinense, del Teatro Real de Madrid a la Ópera de París, y del Liceu, donde estrenará el 16 de julio Lucia di Lammermoor, de Donizetti, a Viena.
Lo que asombra de Javier Camarena no es que lo llenen de halagos sus colegas, de Cecilia Bartoli a su paisano Rolando Villazón; que directores como Gustavo Dudamel pergeñen proyectos mozartianos con él, que cuente con la bendición de Zubin Mehta o que Claudio Abbado en vida quisiera trabajar con él; tampoco que ya nadie dude de que junto al peruano Juan Diego Flórez anden en el presente marcando una época en su estilo, recuperando papeles enterrados porque nadie ya se atrevía con ellos, como fue el caso de Il pirata, de Bellini, en Madrid. Lo que verdaderamente deja perplejo de este mexicano sensible, superdotado y voluntarioso a pesar de haber hecho ya historia en la ópera es su transparente cercanía, la grandeza desde la que no le importa admitir su fragilidad y la altura desde la que trata de tú a tú a su miedo, a sus dudas, a sus tropiezos.
Más información
“Yo solo quería una cosa en la vida”, dice Javier Camarena. ¿Qué? “Ser feliz cantando…”. Y lo ha sido. Y lo es. Pero durante un momento muy reciente en su trayectoria dejó de sentirlo. Entonces fue cuando gran parte de lo que perseguía como quimera se le vino abajo en forma de señal para recuperar el sentido.
Cuando comenzó la pandemia se encontraba en la cumbre de su carrera. No había sido un camino fácil, nada cómodo. Pero sí gozoso, pleno. Tuvo sus retos y sus recompensas. Y sus tiempos. La fama, la madurez, el éxito le llegaron en el momento adecuado, pasados los 30 años y con dos hijos que hoy tienen 17 y 11 años: ni muy pronto, ni nada tarde para seguir creciendo.
Más información
En marzo de 2019 Javier Camarena era indiscutible, casi infalible en compositores como Bellini, Donizetti y Rossini. A costa de ese trío de ases del bel canto, difíciles, endiablados, sádicos a veces con la cuerda vocal, levantaba teatros y provocaba verdaderos delirios que terminaban a menudo en peticiones de bises. Camarena no los cuenta. Pero en noviembre de 2019 iban por más de 30 en su carrera, y en aquella época nos decía en Madrid: “Como diría el Chavo del 8, fue sin querer queriendo…”. Con esa distancia que le hace echar mano de sus héroes infantiles lo comentaba justo después de haber dado el último en el Teatro Real con L’elisir d’amore (Donizetti). No le quedó más remedio que concederlo después de que los aplausos interrumpieran durante cuatro minutos la representación tras escucharle el aria Una furtiva lágrima. El clamor duró más que la pieza misma. Repitió…
Lo dicho: el culmen, una de sus cumbres, que podía haber logrado cuatro meses después en el Metropolitan de Nueva York, donde en marzo de 2020 iba a cantar La Cenerentola, de Rossini. Y entonces llegó el parón: “Cogí el último vuelo, justo el día antes de que se cerraran los aeropuertos, y me fui a casa, en Zúrich”.
![Javier Camarena.](https://imagenes.elpais.com/resizer/AKY7tTHZcFYvc4CRwxCd2tgNEkE=/414x0/cloudfront-eu-central-1.images.arcpublishing.com/prisa/LA2RA5U2IVH2JOTREPRZAOYWFM.jpg)
.