Hasta Tokio, hasta su estadio olímpico, en el mismo sitio, no lejos del Palacio del emperador, pero de construcción nueva, plaza fuerte del atletismo desde los Juegos de 1964, no ha llegado el dios de la velocidad, Usain Bolt, que habría disfrutado. Es el territorio de Bob Hayes y sus 10.00 del 15 de octubre, el primer récord mundial de 100m medido con cronómetro electrónico, y el 11,2s de Wyomia Tyus, el mismo día, una hora antes, o de Betty Cuthbert y sus 52,01s en los 400m.
Tokio es una sauna con 11 millones de personas en los Mundiales de 1991, y, después de la tormenta, su estadio, el escenario de la más impresionante competición de salto de longitud de la historia, en la que, el 30 de agosto, cinco días después de haber dejado el récord del mundo de los 100m en 9,86s, Carl Lewis, el mejor saltador de entonces, voló cuatro veces por encima de su mejor marca, 8,83, 8,84m, 8,91m (v) y 8,87, y no ganó porque Mike Powell borró con 8,95m (8,98m de talón en la tabla a punta del pie en la arena) los 8,90m que se creían imposibles de Bob Beamon en México 68.
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A Tokio llegan en la flor de su forma europeos, como Karsten Warlholm, el noruego de los 13 pasos entre vallas que batió hace nada (46,70s) el récord mundial intocable de Kevin Young en Barcelona. En Tokio le espera, para el duelo que puede ser el de una de las grandes finales de los Juegos, el norteamericano Rai Benjamin, que también ha bajado de los 47s, pero menos (46,83s). Serán, cara a cara dos de los tres más rápidos de la historia, una carrera casi tan de fuego como la que enfrentará en los 400m vallas femeninos a las dos últimas plusmarquistas mundiales, Sydney McLaughlin, de 21 años, y ya olímpica en Río a los 16, estrella desde el instituto, y tiene la plusmarca mundial en 51,90s, 26 centésimas menos que Dalilah Muhammad, la campeona del mundo, a quien desposeyó del récord.
No será menos tremendo, pese a la ausencia del huracán Sha’Carri Richardson, suspendida tres meses, los justos, por un positivo de marihuana, el duelo de los 100m femeninos a las jamaicanas Shelly Ann Fisher Price (10,63s este año, a sus 34 y madre un niño, la segunda mejor marca de la historia), campeona olímpica en 2008 y 2012, como Bolt, y Elaine Thomson (campeona olímpica en 2016, como Bolt, y ha corrido en 10,71s); o como los 200m masculinos de Noah Lyles, campeón del mundo en Doha con 19,50s, y 19,71s este año, y amante de Bola de Dragón y Pokémon, tan manga como los japoneses, contra Erriyon Knighton, un casi niño de Florida, que corre los 200m en 19,84s a los 17 años, y ha batido el récord de Usain Bolt. Si saca una medalla, será el más joven atleta de la historia que lo consigue.
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Y no es el único fenómeno adolescente, porque en los 800m, ausente la proscrita Caster Semenya, se presenta en sociedad por todo lo alto la prodigiosa Athing Mu, de 19 años, penúltima de siete hermanos hija de padres sudaneses que desde los 16 años genera titulares, y a ella le encanta, eso dice, que la llamen niña prodigio, es de Trenton (Nuevo Jersey) y ha corrido este año en 1m 56,07s, unas centésimas apenas más rápida que la veterana cubana Rosa María Almanza, su rival, en una prueba tan densa que hay tres atletas más que han bajado de 1m 57s.
Mondo Duplantis no tendrá más rival que un nuevo récord del mundo en salto con pértiga (6,18m), por lo que los aficionados más sentimentales quizás prefieran encontrar su dios en los 400m, prueba a la que regresa Wayde van Niekerk tras tres años lesionado, cinco después de rozar en la final de Río la barrera intocable de los 43s (43,03s), para encontrarse con Michael Norman, hijo de japonesa, 23 años, 43,45s como mejor marca, que le desafía proclamando con una lógica contraria al cambio cultural que está viviendo el deporte.