Un piadoso médico católico, laureado en Francia y hombre de firmes convicciones creacionistas, fundó la cátedra de bacteriología de la Universidad Central de Venezuela en 1899.
Murió hace ya más de un siglo—arrollado por uno de los pocos automóviles que circulaban en Caracas allá por 1919— y desde entonces la sorna anticlerical criolla venía sugiriendo que el doctor José Gregorio Hernández no ha sido de una buena vez canonizado por el Vaticano porque el expediente de postulación fue elaborado con incuria y desmaña por sacerdotes en extremo chambones y desprolijos. Devotos pero distraídos mamadores de gallo; en fin, venezolanos.
Hoy día, para ser considerado santo tu promedio de bateo debe ser no solo muy elevado, sino convincentemente infundido por la gracia divina. Y la mejor prueba de efectiva conexión con el Supremo—la única en verdad—, es una curación que inexplicablemente desafíe todo pronóstico médico.
Estaba en un trance tan crítico que los cirujanos dijeron a sus padres que, de sobrevivir, perdería con seguridad y para siempre la movilidad, la vista y el habla. Su mamá, devota del doctor, impetró entonces su intercesión. De inmediato, el doctor Hernández se puso a trabajar.
La niña no solo sobrevivió a la difícil intervención, sino que su total restablecimiento ha dejado mudo al equipo médico, interdisciplinario, de la Congregación. Es el primer milagro del doctor reconocido por el Vaticano y le ha estimado la beatificación. Es decir, todavía no entra al hall de la Fama de las grandes ligas de la santidad; todavía no es vaticanamente santo lo cual tiene sin cuidado a sus devotos.
Pasados ya muy bien los cuarenta años, José Gregorio, ferviente cristiano, optó en 1908 por lo que San Benito llamó la recta via. Renunció a su cátedra, se despidió de su clientela y de sus lectores como articulista de escarpados temas culturales en el diario El Universal e ingresó al monasterio de los cartujos en Lucca, Italia. No le fue bien.
El frío, las duras normas de la orden cartuja y sorpresivos achaques de salud se sumaron al juicio que los superiores de la orden se hicieron de su carácter: la vida monacal, pensaron, sencillamente no era para él. Jose Gregorio tardó en convencerse de ello y aún lo intentó infructuosamente de nuevo. Quiso más tarde ordenarse sacerdote en Roma, sin éxito. Al cabo, regresó a Venezuela para hacerse médico de pobres.
Y fue en la Caracas de los menesterosos, bajo la brutal dictadura de Juan Vicente Gómez, donde el doctor labró calladamente su vocación samaritana y una sólida reputación, no solo de santidad, que ya es decir, sino también de médico atinado, eficiente y salvador.
La pandemia de influenza de 1918 —la gripe española— que en una Venezuela de dos millones y medio de habitantes mató en tres meses 23000 personas, la mayoría de ellas en la capital, lo consagró como el médico que se excusó de formar parte de la Junta de Socorro, integrada por los mejores médicos de su generación, porque andaba demasiado ocupado internándose en insalubres barriadas de bahareque y caña brava, asistiendo a los apestados.
Nadie sabe a ciencia cierta cuántos venezolanos han muerto ya víctimas de la pandemia de covid-19. La tiranía de Maduro ha falseado sistemáticamente las cifras de contagios y decesos. Tratando de ocultar los efectos de su mortífera y criminal indolencia, Maduro persigue implacablemente a quien difunda cifras.
La Federación Médica de Venezuela reporta, sin embargo, que solo se ha logrado vacunar al 0.3 % de una población de 28 millones de habitantes. La profesión médica y los gremios de la salud reportan ya 500.000 muertes desde que comenzó la emergencia.
El más letal repunte de la pandemia registrado hasta hora diezma un país sin fuerza eléctrica ni agua corriente ni combustible automotor. Sin vacunas ni plan creíble de vacunación a la vista, los venezolanos, creyentes, agnósticos o ateos, tienen en los labios tan solo dos palabras: José Gregorio.
La nota precedente contiene información del siguiente origen y de nuestra área de redacción.