De todos los problemas que asolan a Clena Dival el asesinato de su presidente es el menos importante. Sentada en un miserable trozo de calle del barrio de Delmas junto a su negocio, una cesta cargada de productos que parecen para de higiene: desodorantes, cremas de dientes, jabones, aspirinas, pintaúñas… La abuela de 62 años lleva varios días con la cabeza apoyada en las manos viendo como el polvo, las ruidosas motos, los tap-tap (autobuses de colores) cargadas de viajeros, los gritos de los choferes y el calor del Caribe son los únicos clientes que se acercan hasta allí.
No ha vendido nada, absolutamente nada, en los tres últimos días. Los sesudos informes de organismos internacionales que dicen que el 70 % de los haitianos viven con dos dólares diarios pasaron de largo cuando llegaron frente a Dival porque ni siquiera a esa cantidad alcanza.
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Con otro panorama Clena Dival tal vez hubiera tenido un mejor futuro dada su tendencia a la poesía. Cuando habla de sus buenos tiempos en Gonaive, la ciudad en la que nació, resopla y cuenta que “la vida es así, a veces no cae una gota y otra es el diluvio”. Cuando resumen la situación de Haití dice que “está en un ataúd, pero cada vez que quieren enterrarlo se dan cuenta de que respira” y cuando se refiere al asesinato del presidente Jovenel Moïse y el enfrentamiento político que esto ha generado resume mejor que un politólogo su desprecio: “Cortaron la cabeza de la serpiente, pero dejaron la cola”. En pocas frases, Dival describe el momento social y político de un país que esperaba el caos tras la muerte de su presidente, pero que está tan acostumbrado a vivir sin él que apenas se nota la diferencia.
Delmas, Carrefour, Tabarre, La Saline, Martissant, Fontamar… Dos problemas se repiten una y otra vez en la calle y ninguno tiene que ver con la muerte de Moïse: la violencia de los gangs (pandillas armadas) y el altísimo precio de los productos básicos. “El aceite, los frijoles, el arroz… Nunca había estado todo tan caro”, dice en creole.