En México estamos acostumbrados a que las reformas lleguen con grandes promesas: que si la justicia será más pronta, que si el sistema será más transparente, que si ahora sí habrá confianza en los jueces. Pero la última novedad parece sacada de un casting de reality show: se bajó la edad mínima y los requisitos de experiencia para ser juez.
Sí, así como lo lee: ahora se puede juzgar a otros con menos años de vida y menos tiempo en el campo judicial. ¿Qué podría salir mal?
La idea, según sus defensores, es “modernizar” el Poder Judicial, “dar oportunidad a las nuevas generaciones” y “renovar la visión de la justicia”. Todo muy inspirador… hasta que uno recuerda que los juicios no son videos de TikTok, y que la justicia no debería aprenderse con ensayo y error.
Porque claro, todos queremos sangre nueva. Pero una cosa es juventud y otra muy distinta es inexperiencia. Un juez no es un cargo decorativo ni un premio de consolación para quien apenas terminó de aprender qué significa una sentencia ejecutoriada. No se trata solo de conocer la ley, sino de entender la vida, de haber visto cómo las normas chocan con la realidad, de tener ese olfato que solo da el tiempo para distinguir entre la verdad, la mentira y la manipulación bien ensayada de un abogado.
Sin embargo, el argumento de la renovación tiene su encanto. Imagínese usted a un juez de 28 años, todo entusiasmado, estrenando toga como quien estrena cuenta de LinkedIn, con frases tipo “soy un apasionado de la justicia y los derechos humanos”. No dudo que lo sea, pero la justicia no se construye con frases motivacionales, sino con criterio, temple y experiencia.
El problema no es la edad en sí —hay jóvenes brillantes, sin duda—, sino el mensaje de fondo: que la justicia se puede improvisar, que basta con cumplir los papeles y un par de cursos para decidir sobre la libertad, el patrimonio o la vida de otros. Y no, eso no se aprende en un semestre de posgrado.
Detrás de esta reforma también hay otro ingrediente: la necesidad de colocar gente afín. Mientras más bajos los requisitos, más fácil resulta “acomodar” a perfiles cercanos a ciertos intereses políticos. Porque si antes era difícil manipular a un juez con veinte años de experiencia, ahora, con alguien que apenas está aprendiendo a firmar resoluciones, el margen de control es mucho mayor.Y no lo decimos los malpensados; lo dicen los hechos. En varios estados ya se habla de ternas “curiosamente alineadas” y de jóvenes prodigios que llegan a cargos judiciales por méritos que no están en su currículum, sino en sus contactos, no cabe duda que no solo es lo que sabes, si no a quien conoces.
Además, reducir los requisitos no resuelve el problema central del sistema: la falta de capacitación real y de independencia judicial. Muchos de los jueces actuales no fallan por viejos, sino por presionados o por atrapados en redes burocráticas. Cambiar la edad mínima no va a eliminar la corrupción, ni va a hacer más humana la justicia.
Es como cambiar la pintura de un coche que ya no tiene motor: puede lucir más fresco, y bonito por fuera pero sigue sin avanzar.
Por otro lado, tampoco hay que idealizar a los veteranos del derecho. También hay jueces de carrera que ya deberían estar jubilados por exceso de cinismo y falta de empatía. Pero el remedio no es reemplazarlos con improvisados, sino con profesionales formados integralmente, con vocación, con criterio ético y con verdadera independencia, es por ello la importancía de la CARRERA JUDICIAL, la cual desaparecio con la actual reforma.
Y aquí está la clave: la justicia no necesita juventud ni vejez, sino madurez. Madurez profesional, emocional, etica y moral.
Lo que un juez necesita, más que cumplir con la edad en el acta de nacimiento, es haber desarrollado la capacidad de ver más allá del expediente, de entender que detrás de cada carpeta hay vidas reales.
¿Queremos un Poder Judicial renovado? Perfecto. Pero empecemos por renovar el proceso de selección, hacerlo transparente, público, vaya a través de meritos comprobados. Que no se elija a quien mejor cae, sino a quien mejor razona. Que las pruebas no midan memorias fotográficas, sino pensamientos críticos.
Porque, al final, la justicia no se mide por la edad del juez, sino por la calidad de sus decisiones.
Y si seguimos bajando los requisitos, no tardará el día en que los nuevos jueces lleguen con mochila al hombro y pidan permiso para salir temprano porque tienen clase de maestría en la tarde.
La justicia no puede ser un experimento juvenil ni un botín político. Si queremos confiar en los tribunales, necesitamos jueces que no solo sepan de derecho, sino que entiendan la realidad que esto implica.
Porque, como diría el sentido común (el sentido menos común y que lamentablemente escasea en las reformas): no se puede impartir justicia cuando todavía se está aprendiendo a vivirla, por qué la justicia no solo es teoría, es vida cotidiana.