La independencia judicial siempre ha sido ese ideal que suena muy bonito en los discursos, pero que en la práctica parece más un acto de fe que una realidad. En teoría, los jueces y magistrados deben ser autónomos, ajenos a presiones políticas, económicas o mediáticas. Pero en la práctica mexicana, esa independencia muchas veces se tambalea al primer llamado del poder… o del poderoso.
Recientemente, el nuevo presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en un intento por mostrarse cercano al pueblo, soltó una joya lingüística que rápidamente se volvió tema de conversación y meme de las redes sociales: “Juimos elegidos por el pueblo”. Más allá del error gramatical —que seguramente haría temblar a cualquier maestro de primaria—, la frase encierra una confusión más profunda: ¿de verdad los ministros son elegidos por el pueblo? ¿O solo están usando el lenguaje popular para justificar una cercanía que, en realidad, no existe?
Porque, siendo sinceros, a pesar de que la actual reforma al Poder Judicial busca que los ministros sean electos por voto directo, la realidad es, que son designados por quienes sí llegaron a su cargo a través de las urnas, pero eso no significa que hereden el respaldo ciudadano. La justicia no se debe de votar; se debe de construir con independencia, ética y conocimiento. Sin embargo, en tiempos donde la política quiere estar en todos lados —hasta en los juzgados—, se intenta vender la idea de que “el pueblo también elige a los jueces”.
Una narrativa peligrosa que busca disfrazar el control político con el argumento de la democracia participativa.
A unos meses de su designación, ya comienzan a escucharse las inconformidades. Abogados, colegios, asociaciones civiles y ciudadanos comunes señalan decisiones polémicas, favoritismos evidentes y declaraciones que parecen más propias de un vocero de partido que de un juez constitucional. La toga, símbolo del equilibrio y la imparcialidad, lamentablemente empieza a verse salpicada por la tinta de la política.
Y es que en México, por triste que parezca, la independencia judicial siempre ha sido una cuerda floja. Quien la camina debe mantener el equilibrio entre servir al derecho y no incomodar al poder. Pero últimamente, pareciera que algunos prefieren inclinarse hacia donde sopla el viento político, aunque eso signifique perder credibilidad ante la ciudadanía.
La justicia, cuando se politiza, deja de ser justicia. Se convierte en instrumento, en herramienta, en moneda de cambio. Y esa es una tragedia que pagamos todos, porque un juez que teme contradecir al poder no puede defender al ciudadano. Y un tribunal que actúa por consigna no imparte justicia: la administra, según convenga.
No es casualidad que los reclamos hayan aumentado. Muchos litigantes coinciden en que ciertas resoluciones ya no parecen basarse en Derecho, sino en alineamientos políticos. Y eso es precisamente lo que más daño hace: la pérdida de confianza. Porque cuando el ciudadano deja de creer en los jueces, empieza a creer solo en el poder, y ahí comienza el verdadero autoritarismo.
El problema es que cuando la justicia se pinta de colores, pierde su esencia. No importa si es rojo, verde, azul o guinda: el color de la toga debería ser siempre el mismo, el del equilibrio y la neutralidad. Un juez comprometido con quien lo nombró ya no actúa con independencia, sino con obediencia. Y una justicia obediente deja de ser justicia y se convierte en discurso.
Por eso resulta tan preocupante el tono triunfalista de quienes hoy aseguran representar “la voluntad del pueblo”. El poder judicial no necesita caudillos ni portavoces populares; necesita juristas que piensen con la Constitución y no con el calendario electoral. Porque el juez que busca aplausos deja de hacer justicia y empieza a hacer campaña.
Quizá valdría la pena recordarle a quienes hoy presumen su cercanía con “el pueblo” que el verdadero respaldo no se gana con discursos, sino con decisiones que garanticen el Estado de Derecho. Que el respeto no se obtiene por decreto ni por simpatía política, sino por congruencia y coherencia. Que la legitimidad de la justicia no se mide por los votos, sino por la confianza ciudadana.
Al final, la independencia judicial no se declama, se demuestra. Y hoy, más que nunca, México necesita jueces que no teman incomodar al poder, ministros que no confundan la toga con una bandera partidista y una Suprema Corte que haga honor a su nombre, no por ser “la más grande”, sino por ser la más justa.
Ojalá que, cuando pase el tiempo y recordemos este episodio, podamos decir con orgullo: “Fuimos un país donde la justicia se respetaba”, y no que “juimos” otro ejemplo de cómo la influencia política terminó dictando sentencia, por que la justicia no solo es teoría, es vida cotidiana.