Cuando se habla de corrupción en el sistema judicial, casi de inmediato pensamos en dinero bajo la mesa, favores a cambio de resoluciones o influencias políticas que deciden el destino de un expediente. Sin embargo, existe una forma más silenciosa, más cotidiana y, por lo tanto, más peligrosa: la corrupción invisible, esa que no deja huella en los billetes, pero sí en la confianza de la gente.
Esta corrupción no siempre se compra con dinero; se alimenta de actitudes, de abusos pequeños que parecen inofensivos. Está en el funcionario que retrasa un trámite “porque no tiene tiempo”, en el actuario que atiende primero a los abogados conocidos, en la secretaria que extravía papeles clave sin consecuencias o en el juez que decide según amistades y no conforme a derecho. Son detalles que, juntos, terminan derrumbando la confianza ciudadana.
El ciudadano común lo vive, aunque no lo pueda probar. Lo siente cuando acude a un juzgado y le dicen que regrese “mañana” porque falta una firma, o cuando ve que el expediente de alguien “con influencias” avanza más rápido que el suyo. Esa sensación de desigualdad también es corrupción, aunque no se castigue en un tribunal.
Lo más grave es que nos hemos acostumbrado. Muchos trabajadores del Poder Judicial lo justifican diciendo “así se hace aquí” o “todos lo hacen”. Pero esas frases esconden algo más profundo: la renuncia a la ética, a ese compromiso con la justicia que debería guiar cada acción. Porque impartir justicia no es solo aplicar leyes; es actuar con integridad.
Y también hay que decirlo con franqueza: la ciudadanía a veces participa en este juego, aunque no lo note. Quien ofrece un “detalle” para acelerar un trámite, quien busca “una palanca” o quien paga un “extra” para conseguir algo que le corresponde, también forma parte de esa cadena. La corrupción invisible es una complicidad compartida donde, al final, todos perdemos, incluso los que creen ganar.
Superar esto no depende solo de sanciones o reformas. Se necesita una transformación cultural, una ética del servicio público que premie la honestidad y no la indiferencia. La corrupción no siempre es delito, pero siempre es una falla moral. Cada omisión, cada favoritismo, cada “espérese a ver cuándo le toca”, es una herida a nuestro derecho a recibir justicia pronta y completa.
Claro que la transparencia ayuda —publicar declaraciones, poner cámaras, abrir expedientes—, pero si no cambiamos la mentalidad, todo será maquillaje. El juez, el secretario, el defensor y el abogado deben recordar que su trabajo no es un privilegio, sino una responsabilidad frente a la sociedad.
Porque la justicia debería ser el último refugio del ciudadano frente al abuso y la desigualdad. Pero cuando ese refugio se llena de intereses personales o rutinas burocráticas, se vuelve un laberinto donde el inocente se desespera y el culpable se escapa. La corrupción invisible no se ve, pero se siente: en la impotencia de quien espera años una sentencia, en la frustración del abogado honesto, en el descrédito de todo un sistema.
No se necesitan héroes para combatirla, sino coherencia. Que cada servidor judicial entienda que el ejemplo más poderoso no está en los discursos, sino en las pequeñas acciones diarias de decencia y respeto al ciudadano.
Solo entonces podremos hablar de una verdadera justicia cercana a la ciudadania: aquella que no se compra, no se negocia y, sobre todo, no se esconde, porque la justicia no solo es teoría, es vida cotidiana.