Emmanuel Macron pretendía sopesar su influencia visitando la Francia antes del comienzo de la campaña electoral.
La bofetada tiene un significado altamente simbólico y pone de relieve, la inquietante degradación de las relaciones. Esta línea divisora separa, desde hace décadas, a los gobernantes y los gobernados. Incluso sirvió de lema electoral a Jacques Chirac, que ganó en 1995 denunciando la “fractura social”.
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A esa tesis central, la extrema derecha ha sumado la “amenaza” migratoria, el islam y el europeísmo. Y se puede afirmar que la desagregación de todo el sistema de partidos políticos que emergió en Francia con el fracaso de la derecha en 2012, se extendió en 2017 a la izquierda, y fue aprovechado por el pragmatismo de Macron para alcanzar el poder.
Procede de esta línea conflictiva de fondo. Categorías esenciales del pueblo han dejado de reconocerse en la alta y lejana figura del presidente de la República, lo que desestabiliza seriamente las instituciones de la Quinta República.
Los síntomas son visibles en los chalecos amarillos, en las clases populares que refuerzan exponencialmente las posiciones de la ultraderecha representada por el Frente Nacional, denominado ahora Reagrupamiento Nacional, de Marine Le Pen, el clima social desesperado en algunos suburbios. La polémica gestión gubernamental de la pandemia, la manifiesta y preocupante derechización de amplios sectores de la intelectualidad francesa. Cinco años después de la victoria del presidente en 2017, este balance no es especialmente alentador.
La bofetada, acto irreverente por antonomasia cuando se dirige a un mandatario, ofrece, sin embargo, una resonancia rebelde a la casi desaparición de los grandes partidos tradicionales e interroga sobre el vacío de proyecto común compartido.