La inteligencia artificial lleva entre nosotros más de 50 años, pero no ha sido hasta hace unos pocos cuando, con la mejora de la capacidad de almacenamiento y computación de los ordenadores, está siendo aplicable en la práctica.
El hecho de que la inteligencia artificial esté encapsulada en multitud aplicaciones para diferentes dominios (banca, medicina, redes sociales, tiendas virtuales, etcétera) ha contribuido a la popularidad del término “inteligente” refiriéndose al software o a los objetos. En ocasiones, transmitiéndonos una idea equivocada y haciéndonos pensar que las máquinas llegarán a ser tan inteligentes como nosotros (o incluso más) y nos suplantarán. Aunque la realidad es muy diferente, lo que es innegable es que los sistemas inteligentes van a ser una herramienta casi omnipresente que nos va a ayudar a desempeñar nuestras tareas.
Una de las ramas de la inteligencia artificial más populares en la actualidad, y la que más está proliferando, es el aprendizaje automático. Su principal característica es el uso de conjuntos de datos de los cuales sus algoritmos aprenden mediante un proceso denominado “entrenamiento”. Un ejemplo de uso del aprendizaje automático, publicado en The Lancet, es un experimento donde los investigadores entrenaron un algoritmo con radiografías de pacientes sanos y enfermos de cáncer, y probaron que el algoritmo era capaz de predecir la enfermedad con una mayor precisión que los radiólogos que participaron en el estudio.
No obstante, los datos son un arma de doble filo. Por una parte, el aprendizaje de los mismos es el que hace a los algoritmos “inteligentes” pero, por otra parte, pueden hacer que los algoritmos presenten sesgos. Supongamos la creación de un agente conversacional artificial (o chatbot) capaz de hablar sobre temáticas generales. Los datos necesarios para entrenar su algoritmo son millones de conversaciones entre personas humanas, las cuales son normalmente extraídas de internet.
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