Conocí a Dolores Ibárruri, Pasionaria, en un jardín derruido de una casona abandonada en los altos de Cercedilla, un domingo de mayo de 1977. Estaba sentada en un sillón de mimbre roto, vestida de negro con algunas puntillas blancas, envuelta en un aura hermética. No hablaba. Solo parecía estar interesada en la forma en que hervía el caldo de una paella que se estaba guisando en su homenaje. Había llegado tres días antes a España, después de 40 años de exilio, y en la escalerilla del avión de Barajas los fotógrafos repitieron esa foto que tantas veces habían hecho a Ava Gardner, solo que Pasionaria no bajaba sonriendo abrazada a un ramo de flores como una diva, sino envuelta en una tremenda expectación política en la que había fervor y odio a partes iguales. En una pared de la estación de aquel pueblo de la sierra, con brocha de alquitrán, alguien había escrito: “Muerte a la Pasionaria”.
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Su presencia secreta en aquel jardín derruido al pie de los Siete Picos de Guadarrama fue como la de una virgen que se aparece a los suyos, en este caso a un grupo de artistas, intelectuales y profesionales de izquierdas. Hasta ese momento no había pronunciado una palabra, parecía tener el pensamiento en otra parte y nadie se atrevía a interrumpir su silencio. Al verla de cerca tan serena y callada, con la mano en la mejilla, la memoria me llevó a aquellas noches desoladas de posguerra, cuando de muy niño alrededor de la chimenea oía contar hechos terribles de esta mujer. Por un momento recordé las reproducciones de los dibujos de la guerra que había en algún viejo baúl familiar. Eran ilustraciones del pintor Carlos Sáenz de Tejada y en ellas se veía que todos los soldados nacionales inexorablemente eran altos, guapos y aguerridos; en cambio, los milicianos eran torvos, rudos, mal afeitados, con el rostro patibulario. Había una estampa de Dolores Ibárruri, Pasionaria, en la que alguien la había pintado en forma de una loba, con los colmillos ensangrentados devorando a un joven falangista. Estas imágenes permanecieron en mi imaginación durante mucho tiempo, siempre acompañadas de historias terribles que habían sucedido en el bando republicano. No me podía creer que aquella loba fuera esta misma anciana alta, elegante, con el pelo blanco recogido en un moño, cuyo rostro expresaba una adusta dulzura cansada. Eran aquellos tiempos de la lucha antifranquista en que la izquierda era guapa.
Finalmente, después de un largo silencio, Pasionaria dio señales de querer hablar y cuando todos sus devotos a su alrededor esperaban que saliera de su boca una consigna política con una visión histórica ante las elecciones democráticas que se iban a celebrar el próximo 15 de junio, de pronto, Pasionaria comenzó a cantar con voz muy templada una romanza de Los Gavilanes. “Pensando en ti noche y día / aldea de mis amores / mi esperanza renacía / se aliviaban mis dolores”. A continuación siguió con el zorcico Maitetxu mía y ya no había forma de pararla y aunque sus devotos, entre los que me encontraba, intentábamos que nos hablara de la Unión Soviética, de Stalin, el eurocomunismo, de Adolfo Suárez, de los debates con José Calvo Sotelo en el Congreso durante la República, ella cesó de cantar y en vez de meterse en política comenzó a contar recuerdos de su juventud.
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