La traducción es quizás la más misteriosa de las encarnaciones del acto literario. Presupone que un mismo texto puede adquirir diferentes identidades a través de diferentes lenguas, en un proceso en el que cada parte constitutiva es desechada y sustituida por otra: el vocabulario, la sintaxis, la gramática, la música, así como su contexto cultural, histórico y emocional. O, como dice Dante en De vulgari eloquentia: “En primer lugar, el propósito del canto, en segundo lugar, la disposición de cada parte en relación con las demás, en tercer lugar, el número de versos y sílabas”. Pero ¿cómo es posible que estas identidades siempre cambiantes sigan siendo una única identidad? ¿Qué nos permite decir que los cientos de traducciones de los Cuentos de hadas de Grimm, o de Las mil y una noches, o de la Comedia de Dante son, de hecho, un mismo libro? Un viejo enigma filosófico se pregunta si una persona a la que se le han sustituido todas las partes del cuerpo por órganos y miembros artificiales sigue siendo la misma persona. ¿En qué parte de nuestro cuerpo reside nuestra identidad? ¿En cuál de los elementos de un poema reside el poema? Este es el misterio central: si un texto literario es todas las cosas que nos permiten llamarlo la Divina comedia, ¿qué queda cuando cada una de estas cosas se cambia por otra? ¿Es la traducción un disfraz que permite al texto conversar con los que están fuera de su círculo? ¿O es una usurpación que ocupa el lugar del original y se mete soslayadamente en la cama del lector? ¿Qué grado de identidad puede reclamar una traducción?
Dante escribe:
Noi adavam per lo vespero, attenti
oltre quanto potean li occhi allungarsi
contra i raggi seronti e lucenti.
Ed ecco a poco a poco un fummo farsi
verso di noi come la notte oscuro;
né da quello era loco da cansarsi.
Questo ne tolse li occhi e l’aere puro.
Las traducciones al castellano son muchas, empezando por la de Enrique de Villena en el siglo XV. Para comparar, elegimos las siguientes:
Bartolomé Mitre (1922):
Absortos de la tarde en la belleza,
seguimos, espaciando la mirada
en contra al sol que declinaba a priesa;
y por grados, cual nube condensada
vimos venir, cual noche, un aire oscuro,
sin encontrar guarida descansada,
perdiendo, con la vista, el aire puro.
Abilio Echeverría (1995):
Íbamos por la tarde, el ojo atento
hasta donde podía dilatarse
en aquel vesperal deslumbramiento,
cuando sobre los dos vimos echarse
un humo espeso, cual la noche oscuro,
contra el cual no cabía refugiarse:
la vista nos quitó y el aire puro.
José María Micó (2018):
Íbamos avanzando en el crepúsculo,
proyectando a lo lejos la mirada
y afrontando los rayos vespertinos.
Y poco a poco vino hacia nosotros
un humo denso, cual la noche oscuro,
y tampoco hubo modo de evitarlo:
nos quitó la visión y el aire puro.
Jorge Gimeno (2021):
Atardecía e iban nuestros ojos
lo atentos que podían a lo lejos
contra la luz tardía y cegadora.
Y en eso un humo vino poco a poco
negro como la noche a rodearnos.
Y no había resguardo ni cobijo.
Y nos privó de ver y de aire puro.
Juan Barja (2021):
Caminábamos cuando atardecía,
intentando alcanzar lo más lejano
que podían andarse nuestros ojos
frente a los claros rayos del poniente,
hasta que, poco a poco, un humo denso
que crecía avanzó hacia nosotros,
como la noche oscura, y no hubo modo
de poder esquivarlo, que la vista
y un aire más puro nos faltaban.