Al llegar todo me pareció incomprensible y abrumador: el país mismo, la política, las dimensiones, la historia las relaciones laborales, el tamaño descomunal de las ciudades, las relaciones humanas, la manera amable, simpática, pero con frecuencia sinuosa que tienen los brasileños de comportarse, la costumbre de no decir que no pero no hacer lo que consideran que no hay que hacer…
Así que llamaba a Juan Arias constantemente para preguntarle sobre Brasil y los brasileños. Sobre lo importante y lo anecdótico, sobre lo bueno y lo malo, a veces varias veces en un día.
Y Juan, desde su preciosa casa de la playa de Saquarema, respondía siempre el teléfono con su paciencia infinita y me guiaba, despacio, sin condescendencia ni petulancia.
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Después de gastarme una fortuna al teléfono fui a visitarle, conocí a su inteligentísima esposa Roseana, me enamoré de las vistas que se divisan desde la puerta de su casa y, al despedirme, al día siguiente, me dije que hay que saber mucho de la vida para acabar en un rincón así, acompañado de una mujer así, haciendo las cosas que él hace.
Después de conocerle personalmente, claro, ya no solo le pregunté sobre Brasil y los brasileños, sino sobre España, la lejanía, los amigos, la literatura, la soledad o la tristeza. Sobre su enorme vida, sobre sus viajes, sobre sus libros. Sobre mí mismo. Y Juan, desde su preciosa casa de Saquarema, respondía siempre al teléfono con su paciencia infinita y me guiaba, con sabiduría, con calma.
Me dijo que se levanta cada día temprano y camina varios kilómetros solo por la playa y que es en esos momentos cuando elabora mentalmente los artículos, o la forma de los artículos, o el tema de los artículos, y yo pensé en los periodistas atribulados y veloces que corremos de un lado para otro persiguiendo eso que encuentra Juan cada día a las siete de la mañana mientras camina por el paraíso en forma de playa que tiene al cruzar la calle.