Un año y medio de pandemia agotadora ha elevado la ansiedad colectiva al máximo nivel y ya en la cúspide del agotamiento mental, el ascenso debía culminar en la venta de una escultura inmaterial. Titulares, notificaciones, hallazgos de última hora sobre tal o cual vacuna, restricciones y modificaciones de toques de queda y aforos, confinamientos numantinos y liberaciones perimetrales.
El artista italiano Salvatore Garau ha sabido condensar la necesidad del vacío en algo tan sencillo como… el vacío. No es una alegoría: es la nada literal. Se ha embolsado un dinero por lo que aún no sabemos si calificar de supremo acto de originalidad o como una muesca más en la tradición picaresca europea. Quienes llevan años refunfuñando contra las pinturas de Miró porque “las puede hacer un niño de cinco años”, estarán trinando al ver que ya incluso los ficus podrían diseñar esculturas como la de Garau.
En ella el éxito de lo inexistente cristaliza ante nuestros ojos con evidencia descarnada. La nada de hoy no se debe confundir con la nada que describió Carmen Laforet en la posguerra. Entonces “nada” significaba miseria y pobreza. Ahora el vacío triunfa como símbolo del lujo y de una explotación excelsa de nuestra saturación mental.
Qué tiempos aquellos en que el vacío, simbolizado en la hoja en blanco, solía representar la angustia creativa. Reinterpretada políticamente, la nada es el privilegio que exime de rendir cuentas. La hoja en blanco permite todo tipo de interpretaciones y no se detiene ante ninguna traba.
Además, se puede transformar en cualquier cosa. En una hoja en blanco el ciudadano de a pie puede escribir lo que quiera, y el líder puede anotar lo que a le venga en gana. Y si un día nuestro espíritu político o estético se cansa del vacío, colocamos otra cosa en su lugar y asunto resuelto.