El estadounidense Phil Tippett (Berkeley, California, 69 años) es la estrella del stop motion (técnica de animación basada en la sucesión de imágenes fijas) a la que el CGI (imágenes generadas por ordenador) y demás argucias tecnológicas nunca ha logrado matar. Representa a los últimos artesanos de la industria del cine, que han visto nacer entre sus dedos los grandes efectos especiales de un Hollywood ya no tan reciente.
En su particular libro de familia figura como padre de Jabba the Hutt, entre otras muchas criaturas de la primera trilogía de La guerra de las galaxias, del RoboCop de Paul Verhoeven (1987) y de los dinosaurios de Parque Jurásico (1993). Ha construido durante décadas los sueños del espectador y sobrevivido a los continuos cambios digitales, pero el largometraje Mad God, su gran reto personal como director, nunca entró en los cánones de los estudios. Por eso ha tardado más de 30 años en verlo terminado y proyectado en una pantalla grande.
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Ha ocurrido por vez primera este jueves en el festival de cine de Locarno, al que también ha acudido para recoger el premio Vision Award 2021, dedicado a toda su carrera en el mundo de la creatividad visual. “Espero que los espectadores no se asusten mucho”, comenta irónico este misántropo confeso, cuya educación estética arrancó con la visión del cielo y el infierno de los cuadros y dibujos de El Bosco que encontró recopilados en un libro de la biblioteca personal de su padre.
Financiado con varios micromecenazgos, Mad God es deliberadamente retro y experimental. Está ambientada en un mundo de monstruos, animales de guerra y científicos locos en el que lo que ocurre, algo que no queda muy claro en los 83 minutos de metraje, no es lo importante, sino cómo ocurre. “Soy consciente de que no es una película para todo el mundo, por eso prefiero no tener expectativas de cómo va a recibirla la gente de aquí”, comenta en la ciudad suiza horas antes de que el público general pueda comprobar el resultado definitivo de la obra de su vida.
“Los chicos que hacen esas cosas maravillosas con ordenadores tienen un enorme talento. De eso no hay duda. El problema es que no ven películas. ¡No saben de cine!”.
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A pesar de los evidentes éxitos, el californiano de larga barba blanca y ademanes de eterno hippy, capaz de resultar huraño y cálido al mismo tiempo, nunca buscó ser un héroe del cine comercial. Da buena cuenta de ello Un genio llamado Phil Tippett, documental de 2019 dirigido por los franceses Gilles Penso y Alexandre Poncet que en España puede verse a través de Filmin. Durante la década de los ochenta, en plena ola de éxito, abandonó la factoría Industrial Light and Magic (ILM) del todopoderoso George Lucas para crear su propia compañía, Tippett Studio, desde la que ha seguido conectado de un modo u otro con la saga galáctica como asesor de sus nuevos directores.
Su esposa y presidenta de la empresa, Jules Roman, ha hecho mucho más por su carrera que los dos Oscar que ha ganado, uno por El retorno del Jedi en 1984 y otro por Parque Jurásico en 1994. “Ella es la que ha logrado que mi caos creativo fuera rentable y pudiera seguir en este mundo”, dice. Irónicamente, fueron los dinosaurios de Spielberg los que marcaron el momento bisagra que le hizo darse cuenta de que eran los tipos como él quienes estaban en peligro de extinción; que su modo de vida, crear maquetas y monstruos con sus propias manos para rodar películas con ellas, estaba a punto de quedarse obsoleto ante las nuevas tecnologías. “Los chicos que hacen esas cosas maravillosas con ordenadores tienen un enorme talento. De eso no hay duda. El problema es que no ven películas. ¡No saben de cine! Y eso es algo que me duele en el alma”, lamenta.
Discípulo de sus ídolos
Para la educación profesional e incluso sentimental de Tippett fue imprescindible convertirse desde muy joven en discípulo de sus ídolos, los dos Rays que han definido el género de la ciencia ficción del siglo XX: Harryhausen, un pionero en el campo de los efectos especiales en el cine, y Bradbury, una leyenda de la literatura. Con ambos mantuvo una relación lo suficientemente cercana como para que le regaran de consejos.
Estableció contacto con el escritor mientras trabajaba en una película de 16 milímetros que adaptaba su relato corto El ruido de un trueno, recuerda: “Yo era un crío de 14 o 15 años y le envié por correo algunas imágenes de un dinosaurio que estábamos construyendo y parte del guion. Y así comenzó todo. Él tenía esa filosofía en la que el día a día debía construirse con amor, amor y solo amor, al estilo de John Lennon. Pero con el paso del tiempo, el mundo ha ido cambiando y ya no encuentro esos valores que él tenía”.