En Afganistán, ser mujer es ser víctima de una brutalidad cotidiana que nos horroriza. No se trata de casos aislados, sino de una realidad extendida que cada día empeora. Las mujeres afganas son perseguidas y condenadas a vivir bajo el yugo de un patriarcado extremo que recurre a la violencia más atroz para hacerlas doblegarse.
En un país donde más del 80% de sus habitantes se adhieren a la versión más conservadora del Islam, la Sharia, las mujeres son marginadas, relegadas a un papel secundario y convertidas en víctimas de todo tipo de atrocidades. Y es que, en Afganistán, las mujeres no solo son víctimas de la violencia de grupos armados y milicias, sino también del maltrato y la exclusión social que vienen de instituciones tan arraigadas como la familia, la comunidad y el Estado.
Las mujeres son objeto de agresiones y violaciones por parte de los talibanes, quienes pueden irrumpir en sus hogares para violarlas y llevárselas a la fuerza para casarlas y obligarlas a tener hijos. Es un crimen ser mujer en Afganistán y el Estado, en lugar de protegerlas, hace la vista gorda o incluso las castiga. Según un informe de la ONU, un abrumador 87% de las mujeres afganas han experimentado algún tipo de violencia en su vida, lo que incluye violaciones, abusos físicos y psicológicos, matrimonios forzados y tráfico de personas.
La situación en Afganistán es desoladora. Las mujeres son sometidas a una opresión prácticamente imposible de imaginar en una sociedad democrática. Lamentablemente, la mínima protección de los derechos humanos no es una realidad en Afganistán, lo que hace necesaria una intervención conjunta de la comunidad internacional para erradicar la lacra de la violencia de género y garantizar la protección efectiva de las mujeres afganas. Hagámoslo, por ellas.
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