Fui al cine a ver Otra ronda y no me gustó nada. Le dediqué una sola frase –indignadísima– en mis notas: “Es como Maridos, pero en danés y con coartada (son profesores y hay estado de bienestar)”. Con Maridos me refería a la película de John Cassavetes, que ya mencioné en este mismo lugar en enero: el retrato de una señora crisis de la mediana edad en medio de una borrachera larguísima. Que es precisamente lo que me pareció Otra ronda, con el añadido previsible que tiene apostarlo todo al arco vital de la borrachera.
Espero que el lector sepa perdonarme la crítica cinematográfica de bolsillo, y sobre todo la pedantería de plasmarla aquí: confieso que he ido regalando mi opinión sobre este tema por todo lo largo y ancho de mis conversaciones con familiares, amigos y conocidos. Contribuye a mi jactancia el consenso que existe alrededor de la película, ganadora del Oscar al filme extranjero y seductora automática de buena parte de mi entorno. Mis amigos salieron felices del cine: la vieron tomando un gintonic.
Recuerdo perfectamente la conversación con mi padre y el orgullo herido por reconocerme en su reproche, pero también el gusto de mantenerme en mis trece: de aquella época conservo la capacidad para contarle mi opinión a cualquier incauto, y supongo que un irritante desprecio por el consenso. Pero, me pregunto, ¿dónde está el límite entre disfrutar dando tu punto de vista y disfrutar, digámoslo ya, tocando los cojones? ¿Acaso no se pisan constantemente?
Lo que pasa, en realidad, es que me resulta difícil diferenciar cuándo digo lo que pienso y cuándo quiero tocar las narices, simplemente. Ya me pasaba de pequeño. Cuando Renault cambió de logo, en 1992, del familiar rombo estriado a una superficie pulida que sugería fluidez y tridimensionalidad, me quejé a mi padre. “Pues a mí me gusta”, me dijo él distraídamente. Qué frívolo de ellos, repuse yo, firme creyente en que un logo es para siempre a la tierna edad de 12 años. Mi padre se giró y me respondió: “Eres insoportable”, con bastante razón. Hoy entiendo la naturaleza cíclica de los cambios, de logo o de lo que sea, especialmente en un presente vertiginoso. Aquel de Renault había persistido casi igual hasta ahora mismo, que justo acaba de cambiar por otro que recuerda al de mi infancia.