Está visto que rejuvenecer a China, el sueño de Xi Jinping, tiene más alcance que el de devolver la grandeza a los Estados Unidos de Donald Trump. El magnate neoyorquino pensaba en las fantasías políticas de su infancia, cuando su país estaba acostumbrándose a la recién conquistada condición de superpotencia, en disputa con la Unión Soviética en los principios de la Guerra fría. A Xi no le basta con que China sea grande otra vez, sino que quiere situarla donde dice estar según el significado de la propia palabra: el Imperio del Centro.
Más información
Xi se remonta a una época lejana, cuando el emperador recibía a los embajadores de la Europa remota como si fueran súbditos sometidos a su vasallaje y los imperios occidentales todavía no habían extendido su dominación por Asia. Es extrema, en cambio, la modestia de Trump. Bajo su desastrosa batuta, al americano le basta con que los republicanos ganen las próximas elecciones de mitad de mandato para intentar recuperar la Casa Blanca en 2024, mientras que el chino quiere demostrar que el partido comunista, bajo su liderazgo, tiene el poder de modelar el pasado a su gusto y controlar el futuro hasta el último detalle.
El centenario de la fundación del partido que se ha celebrado esta semana debe servir para persuadir al mundo, y antes a los propios chinos, de la proximidad del sorpasso, el momento crucial en que China se convertirá en la primera superpotencia, incluso en el plano militar, y someterá a los países asiáticos a su propia doctrina Monroe como la viene aplicando Estados Unidos desde hace dos siglos.
La idea de James Monroe, el quinto presidente, tuvo dos consecuencias: dominar a los vecinos y echar a los europeos, hasta prohibirles que interfirieran en los asuntos americanos. Xi Jinping quiere seguir su camino: anexionarse Taiwan, echar a Estados Unidos de los mares circundantes, contener a Japón y vencer a India, la única potencia vecina que puede hacerle sombra por su demografía, su economía y su arma nuclear.