Lo que ha ocurrido en Colombia durante los últimos días viene en realidad ocurriendo un año entero, y los más pesimistas llevábamos varios meses tratando de adivinar el momento en que estallaría todo: el momento en que una sociedad quebrada en su economía, abatida por la gestión mediocre de la pandemia, agredida por los desmanes de las autoridades armadas y polarizada sin remedio por la retórica de sus líderes, necesitara apenas de una chispa para que se produjera un incendio de los grandes. En julio del año pasado, cuando este periódico me pidió una opinión sobre la marcha del coronavirus en América Latina, los números estaban todavía del lado del Gobierno colombiano, y así lo dije; pero también dije que cualquiera se daba cuenta al mismo tiempo de una evidencia: lo peor estaba por llegar. Pues bien, ahora lo peor ha llegado, y lo ha hecho escoltado por la incompetencia de un presidente a la deriva, sin autoridad política ni gravedad moral, por la indolencia de un partido de gobierno más dedicado a sabotear los acuerdos de paz que a prevenir el surgimiento de nuevas guerras, y por una conspiración de violencias diversas que salen de lo más profundo de nuestras fallas como sociedad.
La catástrofe de estos días cuenta ya una treintena de muertos, pero en realidad el inventario de víctimas viene de muy atrás. Es fácil olvidarlo en mi país, tan agobiado por las malas noticias del presente que no tiene ni tiempo ni cabeza para fijarse en el pasado más próximo. Lo cierto, sin embargo, es que el estallido de ahora es el resultado inevitable de los descontentos y las frustraciones acumulados durante meses. Desde diciembre de 2016, los colombianos hemos asistido al asesinato impune de cientos de líderes sociales, y Colombia se ha convertido, según informes de las Naciones Unidas y Amnistía Internacional.
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Aquellos informes llegaron espaciados durante el primer año de la pandemia. Mientras tanto, una ciudadanía empobrecida se perdía entre las medidas arbitrarias de los alcaldes, obligada a debatirse entre el hambre y el riesgo del virus. En septiembre, cuando un abogado bogotano murió a manos de dos policías (un móvil registró las súplicas del hombre que se ahogaba y se sacudía bajo las descargas del taser), la gente se echó a las calles para protestar contra la brutalidad policial, y dos días de enfrentamientos violentos acabaron con 13 muertos. Entonces fue evidente que tampoco esos disturbios habían comenzado allí: su origen remoto estaba en el caso de Dilan Cruz, un joven manifestante muerto por un disparo de la Policía a finales de 2019. También en este caso la pandemia había postergado la indignación y las protestas; también en este caso las había convertido en una verdadera bomba de tiempo. Después de los disturbios de septiembre, después de esos 13 muertos que habrían causado terremotos políticos en países donde la vida no fuera tan barata, una quietud artificial se instaló entre nosotros. O acaso sea más preciso hablar de distracción: pues lo importante, de un día para el otro, era la expectativa de las vacunas.
Y la distracción fue tan eficaz, o la necesidad de mirar adelante fue tan fuerte, que a nadie le importó el ranking de Bloomberg, cuya clasificación de los países según su manejo de la pandemia había dejado mal parada a Colombia: sólo dos de los 53 listados lo hicieron peor que el Gobierno de Duque. Era una ironía lamentable, porque durante todo el año pasado esta pandemia fue lo único que pareció darle sentido y misión a un Gobierno que asumió el poder sin más proyecto que la desactivación de las instituciones que dejaron los acuerdos de paz. Las vacunas llegaron tarde y en números ridículos, pero lo cierto es que la campaña de vacunación había comenzado; y aunque avanzara a un ritmo de vergüenza, algo misteriosamente parecido a una buena noticia estaba ocurriéndoles a los colombianos. Y fue este el momento que escogió Duque, con impecable sentido de la oportunidad, para presentar una reforma tributaria que era como una metáfora de su insolidaridad. Pues se necesita una inconsciencia muy particular, una desconexión con la realidad muy aguda, para encontrarse así, en medio de una crisis de salud que ha matado a setenta mil personas, y proponer un impuesto del 19% a los servicios funerarios.
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